Sumido en la pobreza extrema, salí en busca de dinero como Erdosain en Los siete locos. En esa deriva urbana, que incluyó clubes de trueque, mesas de dinero, casas de empeño y casinos clandestinos, me enteré de un dato crucial: las primeras ediciones de los libros de César Aira valen una fortuna. ¡Los tengo todos! Acá mismo, mientras escribo estas líneas, tengo a mi lado la primera (y única) edición de Moreira (Achaval, Buenos Aires, pie de imprenta datado en 1975, aunque su publicación fue bastante posterior), la primera de El vestido rosa/Las ovejas (Ada Korn, Buenos Aires, 1984), la primera de Canto castrato (Javier Vergara Editor, Buenos Aires, 1984) y también las primeras de Ema, la cautiva (Editorial de Belgrano, Buenos Aires, 1981) y La luz argentina (CEAL, Buenos Aires, 1983), aunque tal vez esos dos valgan algo menos: el primero estuvo muchos años saldado en la vieja Feria del Libro (e incluso en la de La Rural), y del segundo supongo que el Centro Editor debe haber impreso muchos miles de ejemplares, fiel a su política de libro masivo. Es más, ahora que lo pienso, tengo todas las primeras ediciones de Aira (incluso de sus plaquetas como El infinito (Vanagloria, Buenos Aires, 1994) o los textitos que publicó en Belleza y Felicidad). ¡Los pongo todos en venta y paso al frente! Libreros nacionales y del extranjero: si quieren comunicarse conmigo pueden escribirme a [email protected] (por línea privada les paso mi CBU). Tengo también las primeras ediciones de todos los libros de Héctor Libertella y de Fogwill. Pero me dicen que no valen nada. Qué curioso: Fogwill, que pasó toda su vida obsesionado por hacer dinero, murió más pobre que lo que va a morir Aira, que hizo de la indiferencia su política literaria. Como decía el propio Libertella: “Siempre hay que dejar que el otro mueva primero”.
Cuando era joven, en las librerías de viejo de la Avenida de Mayo se encontraban fácilmente libros autografiados por Borges (algunos provenientes de la biblioteca de La Razón, que el Grupo Clarín mandó a liquidar cuando compró el diario de los Gainza) o el primer número de Sur, por unos pocos pesos (creo que en esa época se llamaban australes). Lejos de mí pensar que estaba adquiriendo un futuro capital económico. Simplemente me gustaban los libros viejos (en todas las épocas más lindos que los nuevos) o fuera de circulación (la buena literatura está siempre fuera de circulación: la peor tortura a la que podrían condenarme es a leer solo las novedades que publica mes a mes el mercado editorial). ¿En qué momento comprar esos libros se volvió un acto de coleccionismo? ¿Cómo fue que unas hojas atrapadas entre dos cartulinas se convirtieron en un objeto valioso?
No hace mucho, para otro empleador, escribí acerca de La casa de los veinte mil libros, de Sasha Abramsky (Periférica, Cáceres, 2017), en el que cuenta la historia de su abuelo Chimen, quizás el máximo bibliómano de la Inglaterra de posguerra, especializado en libros de izquierda y judíos (en esa época ambos términos eran casi sinónimos. Ahora siguen siendo equivalentes solo para mí). Lo volví a leer este fin de semana. Otra vez me pareció maravilloso. Tanto como esos objetos que se han vuelto caros, hasta que pase la marea y los libros de Aira aparezcan baratos en las librerías de viejo: el mejor destino que puede tener un libro.