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Libros malos buenos

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| Cedoc

La línea que divide a los libros malos de los buenos es lábil e imprevisible como el camino que en el agua traza un pez. De acuerdo. Pero los libros malos existen. Existen como categoría, fácilmente identificable en las mesas de las librerías, en los catálogos en Excel por los que surfeamos en busca de algunos de esos títulos que integran nuetra lista de libros buscados. La mía crece día a día, y la oferta de libros usados nunca satisface tanto. Más bien satisface al azar, el encuentro casual, muchas veces lejos de los catálogos y las librerías. Una vez, en una vieja estancia de la pampa húmeda, encontré una primera edición del Alma y las colinas de Juan L. Ortiz cuya contratapa servía de anotador, dispuesto al alcance de la mano en la pequeña mesa destinada al teléfono. Sugerí al dueño de casa usar un pequeño cuaderno con espiral y me quedé con el tesoro. Fue el rescate más emocionante y vertiginoso de mi vida. Todavía lo tengo.

Pero Juan L. no entra en la categoría de libros malos, sino en la de los hallazgos. En realidad ni los libros malos entran en la categoría de libros malos: de eso quiero hablar. Pequeños equívocos sin importancia. Una vez tuve en las manos una publicación del diario francés Libération aparecida en 1985. Se titulaba ¿Por qué escribe usted?, y respondían cuatrocientos escritores (esa publicación sentó las bases del primer número de la revista Babel). La leí con metodicidad periodística: de punta a punta. Entre las respuestas escuetísimas (la de Beckett: “Es lo único que sé hacer”), y las extensisimas de algún ignoto escritor africano de cuyo nombre no quiero acordarme, había una, que me había parecido extremadamente inteligente, de John Gregory Dunne. Pocos días después me topé por casualidad con un libro, Las dos señoras Grenville, de Dominick Dunne, y como confundí a uno con otro lo compré, y lo leí con sumo placer. Dominick, a diferencia de John, era un escritor de best-sellers (Los ricos son diferentes, Jet Set). Lo descubrí en esos días, cuando me paseaba con el libro en la mano, saboreando páginas en los ratos muertos, y alguien me preguntó por qué estaba leyendo semejante porquería. Defendí de manera suscinta a mi Dunne, y en mi justificación descubrí que había en ese libro malo algo que lo hacía formidable, esto es, conseguía uno de los fines más humildes y maravillosos que tiene la literatura: evadirme. Estas en otro lado. Preocuparme más por el destino de unos personajes que por el de mi vecino. Siniestro. Pero los grandes autores también logran eso. Beckett, si ir más lejos, mencionado un poco más arriba. Y el otro Dunne, un poco más abajo. 

¿Entonces qué hacía que un Dunne entrase en  la categoría de malo y otro en el de bueno? El mercado, pero también los títulos, el uso y las costumbres, el sello editorial, la tipografía, los lectores mismos. El sello español Libros del Asteroide está resatando la obra del Dunne “malo”. Ya lleva publicadas Una mujer inoportuna, Una temporada en el purgatorio y la maravillosa Las dos señoras Grenville. 

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En 2003 César Aira publicó en La Nación un artículo genial: “Best sellers y literatura, vigencia de un debate”. Reflexiones sobre él. Allí Aira define, a su modo, que siempre es un poco improbable, al best seller. Y juraría que en esa definición queda afuera el Dunne malo. ¿Pero entonces qué es lo que hace malo al malo? Lo que hace malo al malo es la pretención de inmediatez. John Dunne parece destinado a la posteridad. Dominick tiene que ser leído hoy. O tal vez mañana. En cualquier caso hay un Dunne que puede llevarse tranquilamente en la mano caminando por la calle, salvando las apariencias, y otro que es preferible dejarlo en casa.