Debemos a dos directores de cine el libro de diálogos más grande que yo recuerde: el de Truffaut con Hitchcock (El cine según Hitchcock, publicado en múltiples ediciones; yo lo tengo en una destartalada edición de Alianza de Bolsillo). El arte del libro reside en que tanto las preguntas (unas 500) como las respuestas están bien pegadas al texto, o, mejor dicho, a la película, al surgimiento de cada film, el trabajo con el guión, la puesta en escena, la relación con los actores, la iluminación, el vestuario, e incluso los resultados comerciales de cada estreno. Nunca Truffaut ni Hitchcock elaboran grandes teorías generales ni hipótesis globales sobre el cine y la estética moderna, sino que, en todo caso, llegan a ese nivel de reflexión desde el conocimiento íntimo de los materiales expresivos, desde la descripción exhaustiva de los problemas formales e incluso ideológicos que están en la base de cada película.
Ese libro funcionó en mí como antecedente de lecturas futuras: desde entonces me interesa el género de conversaciones entre directores, o entre críticos, o, de un modo más general, conversaciones sobre cine. Con ese telón de fondo leí A propósito de Godard. Conversaciones entre Harun Farocki y Kaja Silverman, recientemente publicado por la editorial Caja Negra. Y no me decepcionó. Al contrario, me pareció sumamente interesante, en primer lugar porque los conversadores también leen las películas de Godard bien de cerca. Eligen ocho filmes (salteándose Sin aliento, supongo que para evitar las elecciones obvias) y sobre ellos discurren de un bienvenido modo lineal, es decir, van comentando, discutiendo, analizando cada película desde el comienzo hasta el final. Resultado de diversos cursos que los autores dictaron sobre Godard en los 90 en la Universidad de Berkeley, el libro está llamado a convertirse en una referencia entre “godardianos” –como este modesto columnista dominical–, pero también entre los interesados en pensar los problemas cruciales del arte contemporáneo, incluida la discusión acerca del supuesto fin del cine, o de su reconversión en otros formatos carentes ya de la experiencia colectiva de visionar una película en una sala en común.
De un lado al otro del libro hay frases agudas, algunas brillantes, y también alguna que otra trivial y trillada, como ocurre en cualquier conversación. Pero en todos los capítulos se encuentra algún pasaje que nos deja pensando, mascullando, incluso en el desacuerdo. Esa experiencia mínima –la de un libro que da a pensar– se ha vuelto cada vez más difícil de hallar en el ensayo actual, por lo que ese piso inicial ya es bienvenido. Pero es, en mi opinión, en el capítulo dedicado a El desprecio donde el libro alcanza su momento más interesante, en especial los párrafos consagrados a la traducción de un texto literario (la novela de Moravia) a un relato cinematográfico, sumado a la vez a la traducción (o tal vez, la apropiación) de textos clásicos (en especial La Odisea) llamados a reconvertirse en un guión de cine. En la página 57 se lee esta frase impecable en boca de Silverman: “Aquí aprendemos no sólo que toda traducción produce un texto nuevo, sino también que todo intento de identificar el sentido del texto original está destinado a fracasar”. Hay otros momentos destacables, pero aquí ya no hay más espacio.