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Literatura y política

Ya sabemos a qué se dedican los mejores de nuestros poetas: a desviar a la lengua de su norma, a transgredir nuestros hábitos de ritmo y de cadencia, a subvertir radicalmente el sentido corriente de las palabras.

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Ya sabemos a qué se dedican los mejores de nuestros poetas: a desviar a la lengua de su norma, a transgredir nuestros hábitos de ritmo y de cadencia, a subvertir radicalmente el sentido corriente de las palabras. Y como no es otra cosa que el lenguaje lo que da forma a nuestra percepción del mundo y a nuestra capacidad de comprenderlo, lo que desbaratan los poetas, los mejores de nuestros poetas, es ni más ni menos que nuestras ideas fundamentales sobre la realidad, lo que no deja de ser un primer paso en el camino del desbaratamiento de la realidad misma.

Los narradores les van en zaga, sí, hay que admitirlo, pero a veces no tan en zaga. Porque los narradores, los mejores de nuestros narradores, pueden practicar en la prosa transgresiones semejantes en las leyes de la lengua, y en todo caso hacen estallar los órdenes establecidos en la convención de lo que es narrar: ni linealidad, ni secuencias temporales regulares, ni puntos de vista fijos, ni estabilización de causas y efectos, ni conclusividad de sentido. Es decir, la descomposición narrativa total, lo que equivale en definitiva a la descomposición de la historia que vivimos y de nuestra manera de interpretarla, ya que tanto la historia que vivimos como la interpretación que podemos hacer de ella se concretan por medio de un orden de relatos.

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Allá están, son esos que van ahí: los mejores de nuestros poetas, los mejores de nuestros narradores, los subversivos del orden social, los que no dejan norma en pie, los que transgreden las bases de todo. Se bajan del 152 o emergen del subte D, cruzan Plaza Italia a paso sostenido, la flamante doble mano de avenida Santa Fe les llama un poco la atención. ¿Adónde van? Van a la Feria del Libro, por supuesto. Qué no irá a pasarles allí. A ellos, los que tienen a la realidad social ya jaqueada; qué no irán a espetarles a sus mesas redondas los conservadores del mundo existente; qué sillas no habrán de arrojarles por la cabeza los que no pueden aguantarse las ganas de abrir el debate con ellos; qué barras del ascenso no se harán presentes en las salas afelpadas de la Feria para manifestar su preocupación y su disidencia, su desacuerdo y su profunda inquietud.

Pues no: nada de eso. Los va a escuchar por lo común un modesto puñado de espectadores, los oyen calmos y hasta adormecidos, los aplauden en el final –los que hayan tenido a bien quedarse hasta el final–, se ponen los abrigos y se vuelven a sus casas previo paty en el puestito que da a Cerviño.

Una de dos: o bien la subversividad de la literatura es tan secreta y sigilosa que nadie por ahora parece haberla advertido, su implacable desbaratamiento de las cosas tal como son es tan sutil y tan indirecto que no se verá sino en el futuro; o bien la literatura es un asunto tan al margen y tan de pocos que a casi nadie le importa, su labor de horadación se pierde en la inoperancia, su mundito es tan estrecho que el mundo ni se mosquea.