Imaginemos que escribo estas tres palabras: literatura española contemporánea. Un primer reflejo consiste en sospechar de esos términos. La literatura española –como la argentina, chilena, cubana, etc., etc.– existe en un terreno de disputas, de tradiciones que se anudan, se desarman, se recrean de un modo agonístico. Y existe también bajo el mandato de la educación nacional. Los escritores, críticos, editores, periodistas, profesores, se forman en un locus específico: su ciudad, su lengua. Luego, por supuesto, violan esa localía, importan o se apropian de otras tradiciones ausentes en su idioma, redistribuyen los conocimientos culturales. Por lo tanto, si sospechamos del uso ingenuo de las palabras “literatura española contemporánea” (o literatura argentina, cubana, etc., etc.), debemos a la vez postular la existencia de un (o más) modo de leer propio de la “literatura española contemporánea” o de los conflictos internos de la “literatura española contemporánea”.
Esta advertencia viene a cuento de la posibilidad de situarme en un mapa al que, en principio, accedo desde afuera. Me faltan, seguramente, conocimientos, se me escapan algunos –o muchos– libros, autores y trayectorias. Pero no obstante, podríamos decir más de tres palabras sobre la literatura española contemporánea, sobre su interés y sobre las diversas líneas que la recorren (líneas hechas de singularidades: he aquí la paradoja esencial de toda literatura, de toda tradición). La literatura española contemporánea –quizá la literatura española tout court– tiene un déficit con la vanguardia o, más modestamente, con la experimentación, la rareza, la excentricidad. Salvo pocas excepciones (Benet, Magrinyá, entre otros), no sabe cómo hacerlo. Y la literatura que con esa intención se escribió en los últimos años (a manos de jóvenes escritores que en general comenzaron en pequeñas editoriales y luego pasaron rápidamente a las multinacionales, y a ocupar lugares de alta visibilidad en el mercado y los medios) acentúa aún más esa dificultad. Fascinados acríticamente con las nuevas tecnologías y con los productos del mainstream mediático, retoman de manera trivial recursos literarios –la fragmentación, el uso de la primera persona, la metaliteratura–, a los que sólo hay que volver, al contrario, de un modo extralucido. A la hora de hacer un balance, son pocos los libros a rescatar. A la inversa, la literatura española contemporánea –quizá la literatura española tout court– ha sabido pensar de manera radical el realismo. Esta es una afirmación perturbadora para alguien como yo, formado en la tradición argentina, que ha dado pocos textos interesantes en nombre del realismo. Leer el realismo español implica, para mí, un gran desafío intelectual. Pero la literatura española supo estar atenta a subvertir el realismo desde adentro, a la agudeza en la forma y a instalar lo real como un horizonte de discusión y no como un dato. De manera diferente y con evidentes matices, contradicciones y hasta antagonismos estéticos, esa constelación está formada por los nombres más interesantes de la literatura española contemporánea: Belén Gopegui, Julián Rodríguez, Isaac Rosa, Mercedes Cebrián y Fernando San Basilio, entre varios más. Y también por Elvira Navarro, sobre quien, a falta ya de espacio, diremos unas palabras la semana que viene.