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Lo amargo por dulce

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Ella trabaja de mucama; él, de colectivero. Viven en un barrio cercano a lo que fue el campo de concentración El Olimpo. La inundación de 2013 los había dejado sin nada: habían perdido desde la heladera hasta las sábanas. Hace pocos días se anticiparon a otra inundación y, precipitadamente, llevaron sus enseres al primer piso de la casita, para salvarlos. En la planta baja el agua alcanzó los ochenta centímetros y al bajar, lentamente, fue imprimiendo la cicatriz en las paredes. Ellos, con sus dos hijos, quedaron confinados en ese altillo improvisado, ayudados por la solidaridad de los vecinos. No pudieron ir a trabajar durante diez días.

¿Es éste el sistema inclusivo que predica el credo kirchnerista? ¿Por qué fracasa el Estado para dar algo tan elemental como desagües? Tal vez por la misma razón que resuelve la seguridad en el fútbol clausurando las tribunas visitantes, que es incapaz de controlar las fronteras, que no repara las rutas, que no controla los asentamientos de tierras o que contempla impávido cómo el narcotráfico amenaza, mata y coloniza ciudades, municipios y villas.

En los años 80 el Estado se financió mediante la emisión monetaria. En los 90, con el endeudamiento y la venta de las joyas de la abuela. En los 2000, con impuestos desaforados primero y con emisión espuria después. Las tres experiencias desembocaron en colapsos: la hiperinflación del ’89, el corralito y el default de 2001/2002 y la compleja crisis actual, de la que dan cuenta las pústulas del primer párrafo.

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Frente a este friso de fracasos hay que preguntarse si el problema es cómo financiar el Estado o qué estamos financiando. Cuando la respuesta es que se financia la corrupción, la cuestión es obvia: hay que cortar con ese cáncer porque canaliza recursos no a fines productivos ni altruistas sino a los bolsillos de los políticos, porque se convierte en una forma arbitraria de distribuir negocios y porque, a la larga, mina la legitimidad de la democracia.

Cuando la respuesta es que se financia el telefútbol o subsidios al transporte, la cuestión empieza a complejizarse. Y cuando, por fin, la respuesta es que se financian gastos sociales como salud, vivienda o educación universitaria, la cuestión se torna dilemática.

¿Qué país ofrece educación pública en todos los niveles, salud gratuita de alta complejidad y vivienda? Obama en seis años no ha podido sacar una ley que garantice la salud pública en el país más poderoso de la Tierra.

El film Las invasiones bárbaras muestra cómo, aun en Canadá, tiene límites la gratuidad de la salud. Ni hablar de la educación universitaria: en Francia, el que quiere entrar en una facultad pública debe probar su talento. Pero en esos países hay desagües, hay seguridad y hay educación básica.

La Argentina, después de la Segunda Guerra Mundial, ofreció a la sociedad expectativas demasiado altas. Y en los 2000 subió aún más el listón. El imaginario colectivo asumió esa inflación de promesas como un patrimonio, sin ver que cuando todo es gratis, nada lo es.

Es necesaria una nueva semántica del Estado sin pies de barro, que no venda lo amargo por dulce. Pero, ¿cuán rápido puede hacerse esa torsión cultural?

Cuando Martínez de Hoz instauró la timba financiera, las amas de casas que nunca habían visto un plazo fijo en pocos días se hicieron expertas en pedir un puntito más para su depósito. No parece ser el caso del cambio cultural que precisa la Argentina en materia de gasto público.

Agotados los experimentos y brujerías para financiar el Estado, nos enfrentamos a la realidad: desmontar el jolgorio estéril, ir hacia un igualitarismo opaco pero posible. Es un desafío pedagógico portentoso. Si no se hiciera con cuidados quirúrgicos, se pondrían los cimientos para que, más temprano que tarde, llegara un nuevo populismo con su usual cotillón de dádivas. O peor aun: que ese clientelismo vacante lo cubrieran los narcos.

*Escritor y periodista.