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Lo efímero en la historia

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Debemos sospechar de la primacía de lo lateral, de lo menor, de lo excéntrico. Pensada en esos términos, la cultura, y en particular la literatura, o mejor dicho la crítica literaria (entendida de la única manera que me interesa: como crítica de la literatura), corre el riesgo de volverse lugar común, cliché; un ejercicio de autocomplacencia. Busquemos un ejemplo: Balzac, y luego Flaubert. Es evidente que esas literaturas, antes que laterales, descentradas o “menores”, pretendían ser “centrales”. Y lo lograron.  Bouvard y Pécuchet  es un parteaguas en la literatura francesa del siglo XIX, lo que es decir en la literatura tout court. Entre nosotros, Sarmiento, y en especial Facundo, no puede ser pensado sin esa misma ambición de centralidad, igualmente conseguida. La tensión entre centralidad y lateralidad, entonces, tal vez haya que reformularla a través del paso del tiempo. ¿Cómo aconteció a lo largo del siglo XX?, ¿cómo viene aconteciendo en nuestra contemporaneidad? Al mismo tiempo que el (auto)elogio de lo lateral y lo menor  tiende a terminar en la trivialidad, en una (auto)conciencia que tiende a codificar lo informe e instituyente que debería portar la obra lateral, la pretensión de centralidad, de “gran obra”, tiende, en nuestra época, a fracasar irremediablemente en la grandilocuencia vacía, en el kitsch, o atrapada (es decir, concebida) como producto de mercado.
Algo de eso marca mi relación de distancia con buena parte de los caminos centrales de la literatura norteamericana de las últimas décadas. Dejo de lado por razones de espacio (aunque deberíamos volver sobre el tema) las cuestiones materiales que sobredeterminan la producción literaria estadounidense, tales como el peso de las agencias literarias (las editoriales casi no contratan libros, incluso primeras novelas, que no pasen por un agente), o la masiva fabricación industrial de la literatura en los cursos de “escritura creativa”; esos y otros factores han llevado a la literatura norteamericana a una gran homogeneidad, a la búsqueda de lo mismo (el golpe de efecto mediático), a la intrusión ominosa del mercado en la escena íntima de la escritura (soledad –esto lo sabemos desde Freud y Marx– que por cierto no es más que un fetiche). De la búsqueda de “la gran novela (norte) americana”, especie de realismo bobo, de gran fresco liviano de la época, de claudicación frente a una interrogación crítica de la sintaxis, a una desmesura que nunca es la de la lengua sino la del peso de libro, pasando por los restos tardíos del minimalismo, los ejes centrales de la narrativa norteamericana están marcados por su antiintelectualismo, su ingenuidad provinciana y su tremenda capacidad de marketing editorial.
Hace unos meses, la editorial Fiordo, en traducción de Salvador Cristofaro, publicó Unas pocas palabras, un pequeño refugio, antología de relatos breves de Kenneth Bernard (Brooklyn, 1930), hermoso libro, que bien puede leerse en este mapa como un soplo de aire fresco. Alejado (diría más: enfrentado) a esas líneas centrales, no cae tampoco en el lugar común de una lateralidad académica, exenta de interés. Los suyos son relatos que juegan con un estilo impresionista, para desembocar  en agudas reflexiones literarias sobre la perplejidad de la experiencia, sobre el deseo de atrapar lo profundo en lo cotidiano y lo efímero en la historia.