“Es como que”: la fórmula se convirtió, hace algún tiempo, en un verdadero latiguillo; casi no había pronunciamiento que no adoptara ese encabezamiento ritual. Lo que suponía, en principio, un nuevo retroceso del subjuntivo a manos del indicativo, por descarte del “como si”. Pero, además de eso, expandía cierta tendencia a llevar todo a una comparación o a dar forma de comparación a lo que de por sí no lo era o no precisaba serlo (decir “es como que te mareás”, para decir que te mareás; decir “es como que me distraigo”, para decir que me distraigo; etcétera).
Pese a lo que suele decirse, no considero que las comparaciones sean odiosas. Algunas puede que lo sean, pero otras claramente no; y algunas pueden ser incluso amorosas: pertinentes, serviciales, muy de ayuda para pensar. Nos permiten discernir alguna cuestión un tanto oscura tomando como referencia otra que ya tenemos esclarecida.
Es distinto, en cualquier caso, contar con la comparación como un recurso analítico posible, que hacer de la comparación un método prácticamente obligado, extendido casi al absoluto: que nada pueda ya considerarse sino en remisión automática a otra cosa, distinta, ajena. Porque exige una gran precisión conceptual para no incurrir en traslaciones forzadas y toscas, para no caer en parangones precipitados y de trazo grueso, para no arrasar con la especificidad de las características propias de un determinado hecho histórico o una determinada figura histórica, a las que es preciso atender si se quiere comprender de verdad.
Pero hay otro aspecto que queda arrasado bajo el imperio atropellado del como que o del como si. Es esa condición fundamental que marca decisivamente ciertos hitos de la historia: la condición de lo incomparable. Porque hay hechos que solamente se entienden entendiendo su no comparabilidad. Y que se deforman y se falsean, por ende, con cualquier comparación que sea.