Si algo hemos aprendido los que alguna vez transitamos el medio cinematográfico es que la generosidad del INCAA alcanza a todos, no solamente a los directores que se benefician con los subsidios. Gracias a Ventana Sur, el dispendioso e inexplicable mercado que el Instituto organizó la semana pasada, me pude reencontrar con James Hewison, un gran amigo australiano al que no veía desde hace mucho tiempo, que supo dirigir el festival de Melbourne y ahora se dedica a la distribución como Pascual Conditto. Aunque recién había llegado de un largo viaje, la curisiodad natural de Hewison y la moral protestante lo obligaron a preguntarme qué había de nuevo e interesante en la reciente producción argentina.
Tras pensar un rato, me di cuenta de que la única respuesta posible a su pregunta era Vikingo, el segundo largometraje de José Celestino Campusano, que participó de la competencia internacional en Mar del Plata. Campusano nació en 1964 y en la vida civil es un vidriero que habita los alrededores de Bosques, zona semirrural del tercer cordón Conurbano de la que el cine ha dado muy pocas noticias. Pero hace tiempo que Campusano intenta hacerlo, primero con un par de cortos documentales y luego con sus dos largos. El primero, Vil romance, está centrado en una relación homosexual que termina con una ejecución y muestra un mundo en el que la violencia impera al abrigo de cualquier intervención de las autoridades. Hay algo de sensacionalista en la propuesta y lo mismo ocurre con Vikingo, una historia de motociclistas y delincuentes juveniles que, bajo la excusa del registro antropológico, es también una invitación a espiar a las clases marginales. En efecto, los heavies y las motos de Campusano, las orgías entre gordos y gordas, la falta de dientes de los protagonistas y hasta un fantástico baile con música de tango-rockabilly son testimonios de una verdad flagrante que requiere, sin embargo, de un dispositivo cinematográfico lo suficientemente sofisticado para escapar de la tentación del freak show.
Campusano es plenamente consciente de ese problema estético. En principio, esas caras, esos cuerpos y esas calles soleadas, esos actores que dicen los textos con una mezcla de alegría, torpeza y distanciamiento brechtiano son una fiesta para el ojo voyeurista, que no es otra cosa que el ojo del cinéfilo. Pero el cine debe intervenir, paradójicamente, para preservar esas imágenes y sonidos que iluminan la película, para defenderlas de su propio exhibicionismo. Para ser tomado en serio y establecer la intención artística de su obra, Campusano se refugia en un discurso inusualmente rico para un cineasta argentino, que incluye un nombre provocador para su productora (“Cine Bruto”), precisiones importantes (“quiero presentar y no representar”), frases rebuscadas (“las cuatro herramientas que poseo como cineasta son el riesgo, el azar, la incertidumbre y la composición colectiva”), y proclamaciones de autenticidad (“en mis películas se nota que somos gente de armas llevar”), y de afinidad con sus personajes (“es gente que aún hoy posee códigos, a la que uno puede tener confianza”).
A esa teoría cinematográfica sui generis, Campusano le suma en la práctica elementos clásicos como una estructura de western y modernos, como la inclusión de un documental sobre el protagonista que ven los otros personajes. El resultado de tanto eclecticismo es desprolijo, confuso, brutal por momentos, pero está vivo como pocas películas argentinas recientes, menos por la frescura intuitiva que las críticas condescendientes le suelen dedicar a Campusano, que por la reflexión y la pelea del cineasta frente a sus materiales y sus recursos. De todos modos, me gustaría saber qué piensan en Australia, donde también hay marginales, motoqueros y un gran conservadurismo cinematográfico.