Fue tal vez en primero, y si no en segundo año de la secundaria. Las lecturas del cuento El inmortal, de Borges, y del ensayo Moisés y el monoteísmo, de Freud, me produjeron un efecto iluminador, me depararon una lección única: en el arte de la escritura nunca está dicha la última palabra. O, para decirlo de otro modo, en la literatura siempre hay algo más para decir, porque la suspensión y el silencio son un punto ciego (no se puede ir por todo, pero siempre se puede ir por más).
En Borges me encontré por primera vez con un relato que muestra su reverso o su hilacha, el punto donde un narrador revela de qué están hechos sus materiales volviéndolos parte sustancial de su relato (en La busca de Averroes empleó el mismo recurso para reflexionar sobre el valor y uso de la metáfora y la economía de los géneros literarios). Y en Freud descubrí la voluntad de ajustar su teoría a medida que las ciencias aportan nuevos descubrimientos que le permiten procesar nuevas interpretaciones, una máquina de pensamiento que no “deja quieto su asunto” y sólo reposa en las continuas adiciones, agregando nuevas capas de sentido a su tesis principal (Moisés fue un príncipe egipcio que lideró la salida del pueblo judío y luego fue lapidado por éste). Lo que aprendí o reconocí en ambos escritores y deseé aplicar para proyectos futuros fue precisamente eso: que la literatura era y es menos un arte hecho de sustracciones que mide avariciosamente cada palabra para dejar suspendido (o anunciado) un continente o un iceberg que debe ser entrevisto por las fuerzas de la imaginación, que una serie indetenible que va moviendo los territorios congelados de lo conocido para inventar un nuevo mundo, eso que nos arrastra mientras leemos.
Hoy, curiosamente, veo ese modelo cumplido, pero desde una perspectiva siniestra. La charla televisiva intolerable de papagayos que no paran de atronar con la violencia de palabras huecas que celebran el triunfo del orden infantil del masoquismo y la sumisión.