Nuestro país está discutiendo un problema central: la legalización del aborto. Innumerables activistas han argumentado y muchos colegas han intervenido desde las ciencias sociales, el derecho, la medicina. La ortodoxa visión de los grupos pro vida ha golpeado con una campaña emocional que asocia el aborto con un intolerable para nuestra cultura: la muerte de los niños. No han tenido ningún prurito: pusieron muñecos con forma de fetos frente a la mesa, asociaron el aborto con el secuestro de bebés por los represores de la dictadura, les dijeron a las madres y los padres que perderían su autoridad porque su hija adolescente podrá abortar sin su consentimiento.
Leo un reportaje a la legisladora Claudia Najul, exministra de salud de Mendoza, que decidió votar a favor del aborto: considera que el aborto existe y sabe que es la principal causa de muerte materna. Y, por supuesto, que tiene razón. El aborto no es nuevo. Es una práctica que cuenta con cientos de años. Las abuelas de muchas de nosotras abortaron y muchas de esas mujeres murieron.Nuestro país redujo la cantidad de hijos por mujer, como ha estudiado Edith Pantelides, muy tempranamente. En 1914, considerando todo el país, en promedio, existía 5,3 hijos por mujer y en 1947, 3,2. En 1936, en medio de la crisis del crack del 29, en la Capital, el índice se situaba en 1,5.
Estos índices expresan un volumen inmenso de mujeres que controlaban la cantidad de hijos que tenían. Por entonces, los únicos métodos fiables para controlar la concepción eran la abstinencia y el aborto. Antes, al igual que hoy, interrumpían un embarazo mujeres de diferentes edades, situaciones familiares, credos y orígenes sociales. Pero, sabemos bien, que la muerte afectaba, y sigue afectando, más a las más pobres.
Tampoco son nuevas las estrategias de los movimientos extremistas que movilizan sentimentalmente a la opinión pública y presionan a los legisladores. A lo largo del siglo XX, muchas veces la Iglesia católica solicitó a los fieles que no votasen a favor de candidatos que defendiesen el divorcio. Pero, también, existieron católicos capaces de discutir teológicamente la validez de una doxa, que fueron capaces de entender que la moral es histórica y que no es posible imponer las propias concepciones al “otro”, ni limitarle sus derechos.
Así opinaron algunos católicos en los años setenta, cuando existía una industria de divorcios en el extranjero porque en el país no podían hacerlo y cuando, de todos modos, los juzgados argentinos colapsaban con parejas que, aunque sea, querían tener el divorcio de “cuerpos” (que no les permitía volverse a casar”. Esos católicos pensaban que la aprobación del divorcio no obligaba a separarse a quienes no querían hacerlo. Pero garantizaba que las parejas, luego de separarse, podían formalizar una nueva relación y, con ello, darles derechos a los hijos de sea unión. Lo mismo sucede hoy. En el Congreso se escucharon católicos comprometidos con la aprobación del aborto y muchos y muchas creyentes hacen lo mismo.
Es difícil desconocer, en nuestro país, a las abuelas, las tías, las madres, las mujeres y las amigas que arriesgaron su vida en un aborto clandestino. Hoy, como sucedió con o los derechos de los hijos extramatrimoniales en 1954 o la discusión del divorcio en 1986, los partidos se dividen, las presiones de la Iglesia se sienten y la sociedad argentina discute.
Lo que decidimos es qué hará el Estado ante una realidad socialque seguirá existiendo sin la ley. La diferencia en la protección de esas mujeres que, ahora como antes, pueden perder su vida. Y, sabemos, que esa situación afecta, ahora con en el pasado, a las mujeres más pobres. En Argentina, las políticas relativas a la sexualidad, la pareja y la familia estuvieron largamente disociadas de las prácticas y las realidades sociales concretas.
En los últimos años, el Estado argentino ha comenzado a pensar cómo legislar considerando la pluralidad de formas familiares y opciones de vida. Y, ello es lo que está en juego, hoy como ayer.
*Investigadora de CONICET y UBA – Autora de los libros Pareja, sexualidad y familia (Siglo XXI, 2010) y Estigmas de nacimiento (FCE, 2006) y Coordinadora del Grupo de Investigación Histórica Familias e Infancias.