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Londres

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Está nublado, pero no llueve ni hace un frío polar. Hubo un día de sol radiante que permitió un paseo por Hyde Park para ver las esculturas de Anish Kapoor. Tengo amigos argentinos que viven en Londres hace cuarenta años. Me hablan del desmantelamiento del Estado de Bienestar a partir de medidas que toma este gobierno que ni siquiera Margaret Thatcher se hubiera atrevido a aplicar. He comido salmón rosado hasta reventar. Lo hay en abundancia. Se compra hasta en los kioscos. Tiene la presencia gastronómica de la pizza argentina. Distinguen el salmón de criadero, que es de uso común, del verdaderamente apreciado, que es el salvaje, de aguas frías, como el de Alaska. Además proporciona la proteína Omega 3, que se recomienda por ser un excelente antiinflamatorio. Con el huevo revuelto sobre pan y tocino frito ladero, es el plato nacional. Agrego el “fish and chips”, que por lo general es una fritanga barata con poco pescado y una costra descartable bañada en aceite quemado. Ayer comimos parrillada argentina en el local El Buen Ayre, para festejar el cumpleaños de Eva, mi nieta inglesa, de padre napolitano. John, el dueño argentino, me hizo probar la tira de asado australiana de vaca alimentada con granos, semejante a la carne de buey de Kobe de origen japonés. Una exquisitez. Durante la mañana vi en casa de un amigo el clásico Manchester United-Manchester City. Un partido sin grandes luces, con un United devaluado a pesar de estar en la punta, y un City con un Tévez algo apático. El gol de chilena de Rooney quedará para la historia. De mucha más pasión, fanatismo y griterío fue el partido de la noche en casa del yerno de mi esposa, con una barra de amigos napolitanos con la que vimos el triunfo del Napoli frente a la Roma. Está a tres puntos del puntero Milan. Adoran al uruguayo Cavani, goleador del equipo, y le reclaman mayor efectividad a Lavezzi. De todos modos reconocen que al argentino lo valoran en Nápoles porque les evoca a Maradona, no tanto por lo que juega sino por haber nacido en la misma tierra.
No quise perderme el partidazo del miércoles entre Arsenal y Barcelona por la Champions, pero las entradas en venta comienzan por las doscientos cincuenta libras, unos cuatrocientos y pico de dólares, así que lo veré en un pub.

Aún no he encontrado a nadie que se hiciera eco de mis inquietudes acerca del noviazgo entre el príncipe William y Kate. A mis conocidos no parece interesarles el futuro de la monarquía y el desarrollo de las peripecias de una corona a la que se le pide un gesto de glamour para que el pueblo vuelva a adorar a sus reyes como en la época de Lady Di. La situación de Carlos es delicada, ya que es indudable que la reina madre no tiene intención alguna de cederle la corona y todo está preparado para que el nieto William sea el elegido. Se percibe cómo le están inventando ciertas debilidades en su memoria cotidiana –tiene olvidos llamativos dice su mujer– con miras a encontrar justificativos para una probable abdicación. Nadie imagina que una Camila Parker Bowles pueda acompañar a un futuro rey. Pero, con todo respeto plebeyo, me parece que ni William ni Kate son la bella durmiente ni el príncipe de la Cenicienta. David Beckham y Victoria “Posh” Spice aún dan mejor para las fotos.

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Mi visita al teatro El Globo me permitió saber que las funciones en los tiempos de Shakespeare se ofrecían durante el día. No tenían problemas de iluminación ya que los espectadores del círculo de balcones y palcos techados, más los concurrentes a la arena central al aire libre frente al escenario, disfrutaban del sol del mediodía. Si llovía, los sin techo se embarraban y gozaban borrachos de un espectáculo de horas, arrojaban fruta podrida a los actores, entraban y salían del edificio durante la obra. Era un espectáculo para hooligans y algunos burgueses curiosos. Los nobles trataban de evitar su presencia ante un espectáculo de moralidad dudosa. De todos modos, la euforia teatral producida por el increíble autor y su compañía estuvo vigente unos setenta años, hasta que los puritanos a mediados del siglo XVII decidieron dar por terminada la fiesta histriónica. En la historia del teatro, el legado trágico del mundo ateniense con su trío compuesto por Esquilo, Sófocles y Eurípides, con el agregado del comediante Aristófanes, más el teatro Isabelino, tuvieron una efímera vida secular y una eternidad póstuma. Este verano descanso con la lectura del novelista anglopakistaní Hanish Kureishi. La última de sus novelas que leo en este momento, Something to tell you, es interminable. Se trata de un escritor inteligente, de buen estilo, fina prosa, pensamiento interesante, buen narrador, hábil constructor de personajes, y algo efectista. Hay más de un novelista con talento que sabe muy bien cómo comenzar una historia y no tiene idea de cómo terminarla. Entonces decide no dar por concluida la historia hasta llegar a algo más de trescientas páginas, cuando no tiene la desagradable ocurrencia de agregarle otras cien. A pesar de que la unidad de acción, tiempo y lugar ya no es el procedimiento exigido para que un drama sea posible, una vez instalados con autoridad crítica en la estratósfera proustiana que les permite la dispersión de los conflictos, de los espacios y las regresiones y anticipaciones temporales, se desmadran en palabras y a veces terminan en un “soap literature” o un folletín con un personaje “cool”. De todos modos, Kureishi siempre me ofrece algunas perlas –no sólo sus retratos londinenses, sino su excelente libro sobre su padre pakistaní– que esta vez no son más que un par de palabras que conservo un buen tiempo. En este caso se trata de una frase: “Work is the price of guilt”. La otra muestra seleccionada tiene una sola palabra: “Overbrained”.

La primera, “el trabajo es el precio de la culpa”, es una oración breve de resonancia bíblica que el autor debe haber adaptado a nuestra lengua secular. Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso por pecar de soberbia, por atreverse a saber más de lo debido y no limitarse a gozar de la gracia de de los bienes terrenales que el Señor les prodigó en abundancia. Uno de los castigos impartidos fue el de sudar desde ahí en más para obtener apenas una cuota de lo anteriormente disfrutado. Trabajar hasta el dolor. Este mandato religioso de un Dios vengador se hace culpa, es decir interioridad, dominio moral. Ya no se invoca a un ser superior visible o audible que se manifiesta por sí mismo, sino la voz interior que nos exige una labor sin descanso para cumplir con otro mandato, más difuso, sin dios, no restringido a las necesidades de la supervivencia, sino destinado a satisfacer a una divinidad pagana llamada tiempo, Cronos, y a un padre de la horda que fue devorado en un banquete. Canibalismo. Es un alien metafísico y metapsíquico el que se hace dueño de nuestros sueños. Insomnio.
La palabra aludida, “overbrained”, que podemos traducir por “intelectualizado”, tiene la novedad de señalar la sustancia anatómica del pensamiento, el cerebro, o los sesos. Cuando alguien dice que lo que acaba de escuchar le parece un argumento “overbrained”, se refiere a un gasto en materia gris innecesario, destinado a colmar con explicaciones sobresaturadas cualquier vacilación posible. El emisor cierra así con candados conceptuales las puertas de la percepción y del entendimiento. Me hizo pensar en varios filósofos de nuestra actualidad y otros que, sin serlo, quieren parecer señores y señoras nutridos de lecturas prestigiosas.

*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).