Punto de vista, la revista que Beatriz Sarlo dirigió durante los últimos treinta años, está en la calle. Es el número 90, y es el final. En el texto de despedida que abre el último (definitivamente último) número de Punto de vista, Sarlo se explaya sobre los que considera fueron los aciertos de la revista, sus momentos de viraje y, finalmente, sus incapacidades: “Una revista tiene que (...) ser, al mismo tiempo, un instrumento preciso y nervioso... una revista no puede encarar el presente con intermitencias ni confiar en un capital acumulado... Una revista independiente nunca puede descansar ni sobre su pasado ni sobre lo que cree saber de su presente... Ese impulso tenía un fondo colectivo que hoy percibo debilitado, distraído”.
De Beatriz Sarlo se podrán decir muchas cosas –porque es una figura pública y porque gusta de instalarse en la incomodidad de las contradicciones que la constituyen–, menos que sea autocondescendiente. Su texto de despedida termina precisamente con una renuncia a la autocomplacencia: “Una revista que ha estado viva treinta años no merece sobrevivirse como condescendiente homenaje a su propia inercia”.
Yo crecí leyendo Punto de vista, y muchas veces sus opciones estéticas, políticas, temáticas y formales no coincidieron con las mías, pero eso nunca me impidió reconocer la grandeza de un proyecto que quería involucrarlo todo y que, ya fuera para estar de acuerdo o para disentir, nos servía como dispositivo para señalizar un campo de problematización.
Después del amargo responso de Sarlo, ahora nos toca a nosotros debatir qué salió mal. Es el turno de las despedidas que hubiéramos preferido eludir, y de la pena que, cada vez más, nos recuerda a la muerte.