COLUMNISTAS
polemica por los premios al periodismo

Los aprietes del Gobierno se colaron en los Martín Fierro

Todos los años la ceremonia de entrega de los Martín Fierro queda envuelta en sospechas, rumores y cruces entre ganadores y perdedores. Este año, la “vedette” fue el periodismo, como reflejo de “la batalla de ideas” impulsada por el oficialismo contra el “monopolio” del Grupo Clarín y, en general, todos los medios no kirchneristas siguiendo su lógica habitual de amigos-enemigos. El periodista Gustavo Noriega sostiene que, en realidad, el problema no es tanto de Aptra, sino de la ausencia de auténticos programas periodísticos en la TV abierta relegados al cable. Las palabras de Majul y Aliverti sobre el miedo.

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Es parte de la ceremonia anual de los Martín Fierro –tan recurrente como la alfombra roja y la musiquita que se repite en cada nominación– que se cuestionen las categorías de premiación y la pertenencia de los ternados a las mismas. Que tal programa no estaba en el aire ese año, que este no es ficción y aquel no es noticiero, que el que aparece como revelación lleva veinte años haciendo bolos y que el que muestra gente bailando no es un reality. Este año la discusión se centró en el rubro periodístico. En el programa de radio de Víctor Hugo Morales, el crítico Marcelo Stiletano se opuso a la opinión del conductor y dijo expresamente que el programa de kirchnerismo explícito 6,7,8 no era periodístico y que había ganado la estatuilla el único que merecía ése rótulo: La cornisa, de Luis Majul. Los otros dos nominados habían sido Caiga quien caiga y Presidentes de Latinoamérica.

Pero, mal podría estar uno echándole la culpa a APTRA, cuando en realidad no es el criterio de la entidad el que está en crisis, sino la misma idea de periodismo televisivo. De hecho, los programas que aparecen nominados como mejor periodístico muestran diversas formas de ejercer en televisión lo que alguna vez llevó ese nombre. Como bien señala Stiletano, La cornisa es el programa que mejor responde, de entre los nominados, a cierta idea de periodismo. En él, el periodista –casi como el investigador policial del cine clásico norteamericano– siente que tiene que buscar una verdad escondida, oculta, frecuentemente criminal. Más allá de los condicionamientos empresariales y de las presiones del poder, el ideal del periodista clásico es llegar a que se sepa algo que no se sabe. Para buena parte del progresismo contemporáneo, esa idea del periodismo de investigación –al que le rindió culto en la década del 90– es ingenua y no hace más que ocultar, detrás de la maraña de datos, las verdaderas relaciones de poder y el control que los medios hacen sobre la agenda de discusión pública.

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Aparece allí en la discusión el contrincante de La cornisa, el repudiado y repudiador 6,7,8. El programa producido por Pensado Para Televisión tiende, más que a buscar una verdad, a construir un contradiscurso. Interpretando que el “monopolio” (palabra que alcanzó ribetes casi místicos en su uso maníaco) monta un discurso monolítico y sesgado, el programa ariete de la televisión pública busca oponerle el suyo propio. Sin embargo, lo que tiene para ofrecer es notoriamente dependiente de lo que diga o haga el Grupo Clarín. Seis en el Siete a las 8:00, apenas intentó una agenda propia y se limitó a denunciar los temas imperantes y a sus intérpretes, como si fuera la revista Barcelona –deliberadamente parasitaria del periodismo hegemónico–, pero sin humor. Los productores del programa, en su confusión ideológica, piensan que denunciar la intencionalidad de los recortes informativos que ejerce Clarín los habilita a realizar el mismo ejercicio de discrecionalidad, sin dejar por eso, de seguir criticando la arbitrariedad ajena. Así, 6,7,8 puede ignorar los problemas del Indec aunque este aparezca en todos los otros canales y aun así señalar que en los medios del Grupo se ignora tal o cual cuestión. La más de las veces, sin embargo, el programa conducido por Luciano Galende le da la razón a Stiletano y se limita a ejercer una forma inédita de oficialismo, con la misma monotonía con que se practicaba en Alemania Oriental. La diferencia quizás sea que en el régimen comunista no quedaban periodistas no oficialistas para denunciar.

Los otros dos programas nominados tienen también una relación oblicua con el periodismo. Caiga quien caiga estableció una forma de humor adolescente, con entrada y salida a los temas políticos y sociales que parecen funcionar más como material para la comedia que como interés principal de su audiencia. La lógica de la cámara oculta implica, no tanto descubrir una verdad, sino generarla: hacerle pisar el palito a los funcionarios de manera que las generalizaciones sobre ellos se vean confirmadas en cámara. Presidentes de Latinoamérica, por su parte, es un programa resumido en su título: buscaba, de la mano del senador y ex ministro Daniel Filmus, conocer íntimamente a los más altos mandatarios del continente. Una realización un tanto autocelebratoria de la clase política, de buena factura, pero lejos del ejercicio urgente que se asocia con el periodismo.

Lo que ha faltado en la premiación de Aptra –porque falta en la programación de la televisión abierta– es el clásico programa político de entrevistas y opinión, que ha quedado relegado al cable. El grueso de la grilla de TN, pero también de C5N, algunos programas de Canal 26 (como el comandado por Alfredo Leuco y el prontamente retornado de Jorge Lanata) y creciente parte de la grilla de Metro, están integrados por esta modalidad periodística. Probablemente, el último programa de ese tipo de la televisión abierta haya sido Tres poderes, conducido por Gerardo Rozín, Maxi Montenegro y Reynaldo Sietecase, emitido por América y, aparentemente, sin volver al aire por una decisión de los responsables del canal, no demasiado contentos con la independencia de sus protagonistas. En estos programas, más allá de la voluntad y de la ideología de quienes aparecen en cámara, surge algo parecido a la verdad de la política. Allí oficialistas y opositores se interrumpen; se acusan; muestran infogramas y recortes de diarios; recuerdan injurias y cometen, a su vez, nuevas injurias; argumentan y se defienden. La sal de la democracia pasa por esos minutos intensos, casi epigramáticos, muchas veces incomprensibles pero, a la vez, cargados de significación. Es un espectáculo que para algunas personas puede ser poco edificante –y a menudo lo es–, pero que, sin embargo, muestra a una sociedad politizada viva y despierta. En esos programas la actividad del Congreso, con sus chicanas y trucos, se traslada a la pantalla para ser compartida por los ciudadanos. Son encontronazos en los que muchas veces la idea de hipercontrol ejercida por la televisión pierde fuerza y algo puede suceder, algo que no está codificado ni pautado (el mejor ejemplo de esto fue, seguramente, el momento en que D’Elía “desangeló” a Fernando Peña). Es seguramente por ese aire democrático y vital, imprevisible a pesar suyo, que han desaparecido de la televisión abierta.


*Periodista. Fue panelista de Duro de Domar y dirige la revista El amante. Acaba de presentar el libro Indek. Historia íntima de una estafa.