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FALTA INFORMACION

Los argentinos votamos con pocos motivos articulados

El sistema representativo sobre el que se sostiene la democracia argentina está endeble. Las causas no son del todo claras; posiblemente es una mezcla de aspectos de la cultura política, del fracaso del sistema de partidos y del perfil social de la dirigencia.

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El sistema representativo sobre el que se sostiene la democracia argentina está endeble. Las causas no son del todo claras; posiblemente es una mezcla de aspectos de la cultura política, del fracaso del sistema de partidos y del perfil social de la dirigencia. Cuando el ciudadano promedio debe organizar su mente para decidir a quién dar su voto, se encuentra con distintas piezas de información que no logra articular adecuadamente.

Esencialmente, hay por un lado imágenes de dirigentes, por otro expectativas y demandas, y finalmente opciones electorales. En los libros de texto sobre los motivos del voto se suele plantear que los ciudadanos forman su decisión con esos tres elementos. En la Argentina de hoy no se los integra. Hay distintos naipes que se barajan de manera más bien errática y nunca se funden en un conjunto de cartas consistente. En los libros de texto el votante sabe quién le gusta más y quién le gusta menos o no le gusta del todo; reflexiona acerca de las consecuencias que tendría para él, o para sus preferencias colectivas, el triunfo de uno u otro candidato; normalmente identifica a cada candidato por lo que representa desde esa perspectiva. Al votar, efectivamente, elige a su representante –obviamente, sobre las bases de las reglas del juego dadas–.

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Eso es precisamente lo que no ocurre en la Argentina. Hay un puñado de dirigentes con buena imagen pública; algunos son candidatos, otros no, algunos procuran transferir su imagen personal a otros candidatos afines a ellos. Pero la correlación entre esas imágenes –que las encuestas recogen y cuantifican– y el voto es notoriamente baja. Casi ningún votante puede estar seguro de cuáles serán las políticas de gobierno que apoyarían aquellos que eventualmente sean votados. Nadie cree que por ser elegido legislador –concejal, diputado provincial o congresista de la Nación– el votado se siente portador de algún mandato; y es que al votar los ciudadanos no le han dado un mandato. En los hechos, como tantas otras veces, su voto es testimonial y no generador de representación.

Esos naipes sueltos no sirven todos para al mismo juego. El juego de las imágenes tiene algo que ver con necesidades de liderazgo político, también algo que ver con momentos fugaces en los que una actuación del dirigente despertó corrientes de simpatía o adhesión –a menudo tan poco duraderos como los ratings de las estrellas de la televisión–. Las expectativas y demandas de sectores de la población no se procesan a través de la política; generalmente se procesan como frustraciones colectivas; de vez en cuando afloran bajo la forma de la protesta directa, en las calles o rutas, o a través de la identificación simbólica con quienes protestan –como lo hacen los hinchas de fútbol cuando miran a su equipo por televisión–. Y el voto es una resultante desarticulada de esas cosas y del impacto –bastante poco sistemático– de las campañas electorales en sus fases intensivas –esto es, unas semanas antes del día de la votación– y, en última instancia, se decide en función de premiar o castigar a un gobernante, con poca atención en lo que la alternativa a ese gobernante puede involucrar. La presunción común es que, tarde o temprano, el sucesor será igualmente premiado o castigado, y no por un mandato mejor o peor cumplido sino por resultados que ocasionalmente gustaron o no gustaron.

En la sociedad argentina –curioso caso de una “sociedad de clase media” abrumada por la enorme cantidad de personas pobres y pobrísimas–, sin un sistema representativo bien articulado, se ha instalado la idea de que hay una corporación política que ejerce el poder sin considerar a la ciudadanía. Como no se le tiene confianza, no se conecta el voto con su desempeño posterior.

En nuestra numerosa clase media, cuyos estilos de vida dejan su impronta en la vida cotidiana de todos, también prevalece una tendencia a descalificar al “voto de la pobreza” por irreflexivo y clientelístico, lo que resulta propicio para hacerlo responsable de los resultados electorales que a uno no le gustan. Prejuicios aparte, todos los ciudadanos responden a un patrón parecido, todos tienen en sus manos esas barajas no combinables en un único juego y todos forman su decisión de voto sobre criterios parecidos. Cuando ocurre –como es a menudo el caso– que el voto de las clases bajas es algo más homogéneo que el de las clases medias, la explicación debe buscarse no en una naturaleza humana distinta sino en la incapacidad de comunicación de los dirigentes que generan ofertas políticas y no encuentran los canales ni el lenguaje adecuados para transmitirlas a esos votantes.

Todos votamos “a quien nos da más”. Pero no todos tenemos suficiente información para sopesar quién realmente nos dará más, porque ni siquiera sabemos qué nos proponen los candidatos. Y a falta de esa información, votamos por alguna otra razón, desconectada de las imágenes y de nuestras preferencias, expectativas y visiones del país preferido.


*Sociólogo.