Como está cerca de Palos de la Frontera, visita el Puerto de Palos, donde parte de su cóctel identitario comenzó a formarse, como el de tantos americanos. Allí, el gobierno andaluz, o la municipalidad de Huelva, ha instalado un memorial que conmemora el “Encuentro de culturas”. Están las tres carabelas, reconstruidas en 1992 en ocasión del V Centenario, rodeadas de una serie de puestos portuarios presuntamente de la época en que Cristoforo Colombo partió rumbo al Este en busca del oro de las Indias. Delante de las carabelas, en abanico ofensivo, se encuentran las chozas y los indios e indias desnudos que tanto encantaron la libido de los conquistadores.
Pero antes de llegar, hay que pasar por la entrada y pagar el precio. Pregunta a una empleada más atónita que responsable: “¿Los indios podemos entrar gratis?”. La cajera niega con la cabeza, con una sonrisa que no se sabe si es meramente idiota o cómplice (porque los andaluces también sufrieron la Conquista). “¿Aceptan cuentas de colores como forma de pago?”, insiste. Ahora la negativa adopta la forma del miedo. Se resigna a pagar la entrada para ver lo que ya sabe: la celebración de la navegación cristiano-capitalista y su imparable impulso destructor bajo la máscara de una felicidad que ni siquiera engaña a los pocos niños portugueses que frecuentan el lugar.
En el centro de interpretación, los datos obvios, los más escolares. Se acerca a un empleado que custodia no se sabe bien qué memoria y le dispara: “¿Escenas de matanza no hay?”.
Le sorprende la respuesta protocolar e imagina que esos empleados han sido entrenados para enfrentar los ocasionales destellos de rencor de los visitantes americanos.
Custodios del orden bien entrenados, en países como Argentina, faltan. Habría bastado la acusación infundada de “quieren fundar una República Autónoma Mapuche” para que una ministra de Seguridad tuviera que renunciar en el poco educado reino de España. En Argentina, en cambio, sigue en funciones después de episodios incluso más graves.
Igualmente custodios del orden son los panelistas de los programas televisivos, que exhiben su rencor iletrado sin trazo alguno de culpabilidad. Pedirles que lean libros suena casi utópico, pero tal vez uno podría pedirles que miren televisión que, a veces, también educa, particularmente sobre problemas que son globales porque comenzaron a formarse precisamente en el capricho de un genovés ambicioso que cargó tres naves con falsas esperanzas.
El asunto indígena, por ejemplo, ha aparecido en series como The Killing, que dice que en las reservas de América del Norte hay salas de juego y prostitución a las que no pueden ingresar los agentes ordinarios del orden. Sea esto cierto o no, en todo caso demuestra el mismo terror a la pérdida de control por parte del Estado de segmentos territoriales, los cuerpos que con él se relacionan y otros asuntos que hoy tienen estatuto parlamentario en Argentina.
El conflicto no es producto de la delirante imaginación kirchnerista, sino el signo de los tiempos. Existe un principio generalmente aceptado en todas las naciones del mundo que involucra la autopercepción como clave de definición racial identitaria.
Peter Newsam, presidente (de 1982 a 1987) de la Comisión para la Igualdad Racial en el distrito de North Yorkshire (Inglaterra), por ejemplo, recuerda la Ley de los Lores de 1983, que dictaminó que “para que un grupo constituya un grupo étnico en el sentido de la Ley de Relaciones Raciales de 1976, debe considerarse a sí mismo y ser considerado por otros como una comunidad distinta en razón de ciertas características”. Después de establecer esas características, la ley agrega: “Siempre que una persona que se una al grupo de referencia se sienta miembro de él y sea aceptada por otros miembros, será, a los efectos de esta ley, un miembro de esa comunidad”.