—Cuando yo uso una palabra –dijo Humpty Dumpty en tono despectivo–, esa palabra significa exactamente lo que yo decido que signifique. Ni más ni menos.
—El asunto es –dijo Alicia– si usted puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas distintas.
—El asunto es –replicó Humpty Dumpty– quién es el maestro aquí. Eso es todo.
Lewis Carroll (1832-1898); de “Alicia en el país del espejo” (1872).
En silencio, como cuando suena el Himno y los argentinos se convierten en fervorosos patriotas, Lionel Messi fue creciendo hasta que un buen día descubrió que había una vida, además de la pelota. Se casó con su novia de toda la vida, tuvo dos hijos, espera el tercero, y a partir de la seguridad de esa familia consolidada, mágicamente, como cuando atraviesa la materia y deja atrás a cuatro feroces marcadores en el área rival, se sienta y habla desde otro lugar, como el hombre de 30 años que es. Habla como padre, ya no como el hijo eterno a quien llevar de la mano.
Alguna vez, en Interlagos, le pregunté a Carlos Reutemann qué le gustaría hacer después de la Fórmula 1. “Conocer Europa”, dijo, serio, congelando mi sonrisa. Tenía su casa en Cap Ferrat, entre Niza y Mónaco, plena Costa Azul, pero su vida eran las pistas. Todo el día girando hasta conseguir lo que hoy hace un equipo de ingenieros con sus computadoras: calibrar el auto. Era un especialista, uno de los mejores pilotos de la historia, burlado en la Argentina por salir segundo. Así somos.
El mundo de Messi se reducía a dos tiempos de 45, la pelota pegada a su zurda y el asombro de los demás. Desde los 14 años vive en Barcelona y no se le pegó nada del acento catalán, ni una palabra: no se le escapa un ‘me hace ilusión’, en lugar de ‘me gustaría’.
Messi es la eterna memoria de su abuela, que les decía a todos que su nieto era el mejor, y que ha recibido más de setecientos saludos, los dedos índices señalando los cielos del mundo, después de cada gol. Es su barrio, Antonella, la hermosa hermana de su mejor amigo, y entrenar fuerte. En Cataluña, Londres o Estambul, su mundo permanecía inalterable, único, incontaminado.
“Para mí el fútbol era todo. Perdía un partido y no salía a la calle, no jugaba bien y me encerraba para no hablar con nadie. Hasta que tuve a mis hijos y me di cuenta de que la vida es otra cosa, que no todo pasa por la pelota”, dijo en la semana. Y me sorprendió, porque yo también lo he visto como un objeto precioso, inalterable, una máquina perfecta que luego de su show era guardada en cajas fuertes. Un jugador perfecto, sin vida. Bueno, no lo es más, se ve. Brindo por eso.
Maradona no necesitaba tanto de la cancha o la pelota para vivir, porque diseñó su vida y sus relaciones de manera binaria, como en una cancha: ellos y nosotros. Sos de mi equipo o sos mi rival; y si eras mío y te pasás al otro bando sos un traidor, un infiel sin perdón. Después de una victoria, la primera palabra de Maradona era para sus enemigos. Ese odio circular lo alimentaba.
Su lógica del fútbol lo ocupó todo y Maradona aceleró a fondo, sin respetar límites. Perdió más de lo que ganó. La vida se ensañó, aunque lo castigó menos de lo que él mismo lo hizo. Viejas culpas, y el amor despiadado de sus adictos, que lo aspiraron mucho más que la cocaína que pudo consumir en toda su vida. La comparación es imposible. Maradona es una bandera, aun deshilachada. Messi, es un póster. Una gigantografía, el éxito masivo, la excepción.
“La gente exige resultados, y si no los hay, exige cambios, caras nuevas. Nosotros, los argentinos, lo sentimos de esa manera, y eso no es de ahora, siempre fue así”, detalló hasta con dulzura la crueldad argentina, nuestra técnica impiadosa del use y tire, de patear al caído, de hacerse amigo del juez, un verso del Martín Fierro de furiosa actualidad.
“Muchas veces dije que mi sueño es retirarme en Newell’s, pero que no sé qué pasará en el futuro; y una parte de ese no sé está relacionada con el país, con cómo se vive. Veo lo que pasa y me pregunto: ¿cómo voy a llevar a mis hijos ahí?”, dijo, y nos reflejó como un espejo.
Messi sabe que los argentinos –el pueblo cuya bandera jamás fue arriada por un ejército enemigo, hasta Malvinas– no toleran perder, y desprecia la necedad de un mundo que insiste en ignorar nuestra genialidad. Si gana será la gloria; si pierde, a llorar a la iglesia.
Con la vista en Rusia 2018, confesó, sin anestesia: “Si nos va mal en el Mundial, tenemos que desaparecer todos. Hace mucho que estamos en la Selección y la gente se cansa, quiere gente nueva”. Glup.
El lenguaje de un pueblo, de una comunidad, muestra las huellas de su historia. En los años 70, “copado” pasó a ser algo divertidísimo. Después de la dictadura, los lugares donde los partidos monitoreaban las elecciones pasaron a ser “bunkers”. En los 90, por alguna extraña razón, “tener aguante” pasó a ser sinónimo de valentía; y “no existís”, un insulto entre excluidos. Ahora dicen “¡olvidate!”, para afirmar algo, decir que es seguro, que no hay por qué preocuparse. Qué notable.
“Tenemos que desaparecer”, dijo Messi. Podría haber dicho “dar un paso al costado”, otro eufemismo que huye de la afirmación como de la peste como “no sé si me gusta tal cosa”, en lugar de “no me gusta”; o “eso está bueno”, en lugar de “es bueno”. Pero Messi dijo “desaparecer”.
No voy a exagerar ni a interpretar nada, pero sí creo que la elección de las palabras nunca es casual. Messi nació aquí y lo que habla es parte de lo que somos, compatriotas.
Algún día dejará de jugar para nosotros porque, todos lo sabemos, el tiempo es un ladrón. Pero que no desaparezca. Ni Messi, ni nadie, de ninguna parte. Ojo con las palabras. “Sólo una cosa no hay, es el olvido”, nos dice Borges en Everness. Entonces, menos “no existís” y nada de “¡olvidate!”, compatriotas.
Mejor será cantar para que desaparezcan, como los dinosaurios de García, todos los males de este mundo.