Nunca conseguí entender bien aquel título de Peter Handke: El temor del arquero ante el tiro penal. Lo saben quien haya pateado un penal o quien haya intentado atajarlo. El arquero puede estar tranquilo; si lo ataja, será un héroe; si no lo ataja, incluso si se le escurre y se le va, no habrá culpa ni responsabilidad; después de todo, era un penal. ¿No es entonces el ejecutor el que tiene en verdad más razones para temer? El atribulado es el pateador.
No obstante, es cierto que la escena de la ejecución de un penal (con esa palabra específica: ejecución) remite habitualmente a la de los fusilamientos, aunque no todos los penales se pateen fuerte, aunque en estos casos el pelotón se componga de una sola persona. No suenan redoblantes, no es la primera hora del día, nadie va a matar, nadie va a morir; y sin embargo, sí: cada vez que se patea un penal, cierta sugestión de fusilamiento se activa.
Ahora bien, a los fusilados de verdad en los fusilamientos de verdad se les permite al menos expresarse, y morir exclamando “¡Viva el Rey!”, si los mandaba a fusilar San Martín, o “¡Viva la Patria!”, si los mandaba a fusilar Marcó del Pont, y hasta hubo quien murió gritando “¡Viva Stalin!” cuando no era otro que Stalin el que lo mandaba a fusilar.
Al arquero frente al penal, fusilamiento figurado, según las últimas disposiciones adoptadas por esa oscura entidad llamada FIFA, ya no se le permite hacer nada ni decir nada. Del Dibu Martínez, qué decir; todos hemos tenido un compañero así en la escuela, en el primario citaban a sus padres a reunión, en el secundario le abrían una cuenta de ahorro de amonestaciones, y pese a todo se hacía querer. Lo que hace cae bien si es del equipo propio y cae mal si es del equipo contrario. Pero ahora los arqueros ante el penal tendrán que quedarse quietitos, ya no podrán acercarse ni tampoco hablar.
En estas medidas implementadas por la FIFA, en todo caso, se aloja, según creo, una fantasía muy de este tiempo: la de que alguien quede completamente a merced, sin poder moverse, ni decir nada, ni reaccionar, entregado a lo que venga sin poder hacer nada al respecto. Luego el penal podrá entrar o no entrar, pero el goce de los verdugos ya queda garantizado.