Los nombres de ellos nunca los supe. A uno le decíamos Vascolet, porque era descendiente de negros uruguayos y vivía en la calle Estados Unidos, justo enfrente de mi casa. Su padre era ordenanza de una fábrica de balanzas y su pequeña familia pernoctaba en un cuarto que le daban en la terraza de ese lugar. Al otro le decíamos Chambourcy, creo que porque era parecido a un dibujito de una marca de yogures o quesos que tenía ese nombre. Habría que chequear si es que existieron esos productos, pero no me parece muy necesario verificar los mitos de la infancia.
La familia de Vascolet y la de Chambourcy habían sido muy amigas en su prehistoria. Lo cierto es que cada vez que se cruzaban Vascolet –alto, con rulos y un cuerpo elástico– y Chambourcy se retaban a pelear. Chambourcy era relleno, petiso, tenso. La primera vez fue en unos campeonatos Evita de fútbol. Lo singular es que ambos jugaban para el mismo equipo y fueron expulsados inmediatamente. La segunda vez fue a la salida del Cine Moderno, que ya no existe. Todos habíamos ido a ver una película de Trinity, el vaquero, y cuando ya nos despedíamos en la vereda –me acuerdo que era domingo, que hacía frío– uno le dijo al otro algo que no le gustó y pasaron a las manos. Tuvimos que separarlos entre todos y fue como un gran scrum de rugby que se armó en la vereda. Chambourcy empezó a trabajar en la heladería Leoyak. Una tarde que estaba saliendo de la heladería y de la adolescencia, Vascolet lo fue a buscar para agarrarse a piñas. Terminaron sobre la avenida Independencia, abajo de los autos. Esto yo no lo vi, pero se comentó durante mucho tiempo. A Chambourcy lo echaron del trabajo. ¿Quién ganaba? Ninguno de los dos nunca, siempre eran peleas en las que ambos quedaban de pie muertos a golpes.
Durante el secundario los dos fueron a la escuela técnica en diferentes divisiones, a las seis de la tarde salían seguidos por un montón de fanáticos para verlos pelear en la esquina de Maza y Estados Unidos. Yo los debo de haber visto tres veces. Tal vez era algo químico lo que tenían. No sé. Mucho tiempo después cayó en mis manos un libro de Joseph Conrad, Los duelistas, una pequeña obra maestra. La novela narra las peripecias de dos soldados que durante las guerras napoleónicas entablan una profunda y misteriosa contienda privada y se retan a duelo cada vez que se ven. La recomiendo.