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BURGUESA

Los forúnculos de Marx

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Todo lo que sé es que no soy marxista”. La frase no resulta extraña, lo extraño es que la haya dicho el mismo Karl Marx. A lo largo de su vida jamás trabajó en relación de dependencia. En un momento quiso postularse para un puesto burocrático en los ferrocarriles ingleses, pero fue rechazado por su mala caligrafía. Por esa razón nunca experimentó en carne propia los problemas del proletariado; esta clase social era motivo de estudio, pero no de adhesión a su condición trabajadora.

Eso sí, Marx se pasó toda la vida pechando a amigos y parientes para mantener su pasar de pequeño burgués hasta que Engels acordó entregarle 350 £ al año para que continuase sus estudios sobre la lucha de clases. Cifra no menor, un artículo del Times de 1860, decía que un caballero podía vivir cómodamente en Londres con esa plata. (Vale acotar que nuestro Juan Manuel de Rosas vivía en Burgess Farm con las 1.000 £ al año que le enviaban sus leales partidarios desde Buenos Aires).

Con las 350 £ Marx se permitía pequeñas licencias de pequeño burgués, como tener un hijo natural con su mucama (Helen Demuth), a la que nunca pagó un sueldo –un detalle que sólo los burgueses capitalistas consideramos–.

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Marx era un solitario, casi un ermitaño, recluido en las bibliotecas reuniendo material para su monumental Das Kapital, aunque siempre de mal humor. Hoy la ciencia está en condiciones dar una explicación biológica a la génesis de su hosquedad. Resulta que don Karl padecía un acné, no era un acné cualquiera, sino una forma grave llamada hidradermitis supurativa, descripta en 1839 por un médico francés, Alfred Velpeau. La diseminación de forúnculos por el cuerpo en forma generalizada creó problemas psicológicos y de autoestima. Estos pacientes se retraen y reducen su intención de socializar o trabajar por su aspecto. De más está decir que esta reclusión redunda en problemas económicos.

Marx compartió con Engels sus pesares y en la extensa relación epistolar que los unió describió con lujo de detalles la ubicación de estas lesiones. Las que más le preocupaban estaban, obviamente, en las zonas pudendas.

Su único consuelo era considerar que estos abscesos y granitos parecían ser “una verdadera enfermedad proletaria”. (Aunque en realidad la hidradermitis compromete al 1 % de la población, independientemente de su condición social, pero como hay más pobres que ricos, daba la impresión de ser una enfermedad proletaria.)

Por más que Tomas Carlyle sostuviese que la historia de la humanidad es la biografía de los grandes hombres, no creo que podamos pecar de simplistas y sostener que los cambios sociales se deben sólo a los factores individuales, aunque existe una tendencia entre los estudiosos a otorgar mayor jerarquía a las causas biológicas y psicológicas como determinantes históricas. Las hemorroides de Napoleón, la sífilis de Enrique VIII, la nariz de Cleopatra y los forúnculos de Marx pesan en la toma de decisiones.

En este caso, Marx fue muy claro sobre la etiología de sus teorías. En una carta a Engels fechada en 1867, afirmó: “La burguesía recordará mis forúnculos hasta el día de su muerte”.

Y hoy lo recordamos, aunque Marx esté muerto y sus teorías hayan colapsado con la caída del Muro de Berlín.

La burguesía, hija del capitalismo decimonónico, aún goza de buena salud, adaptándose a los acontecimientos, aunque cada tanto le salga un forúnculo en las zonas menos pensadas.  

*Médico y escritor.