Existen diversas razones para explicar el regocijo social que provoca cada robo de banco. La más clara, la más evidente, es la que lleva a la gente a pensar que los ladrones han robado a otros ladrones, y por lo tanto envuelven todo con un aire de venganza o de justicia. Pero los robos de boqueteros agregan a esa complacencia un suplemento de satisfacción. Hay algo de trabajo de hormiga en el accionar de los boqueteros, que combinan paciencia y tesón y progresan poquito a poco. Algunos ahorristas hasta podrían sentirse identificados con ellos, aunque unos lo que quieren es llevarse la plata del banco y los otros en cambio la entregan y la dejan ahí.
Los boqueteros son como topos: furtivos, subterráneos, sigilosos, subrepticios. Lo que acaso fascina en ellos es que no se dejen ver, que todo lo hagan desde la invisibilidad total. Se entierran en secreto, como los tesoros, para poder acceder a los tesoros. La policía en pleno puede entonces rodear el Banco Río de Acassuso, o el agente de turno plantarse frente a la puerta sellada del Banco Provincia de Belgrano; pero los boqueteros son invisibles, puede estar o ya no estar, seguir ahí o haberse ido.
Cuando los atrapan, como ahora los atraparon, no es igual que cuando atrapan al pistolero que asalta la caja o a la banda que acribilla blindados a mansalva. Atrapar a los boqueteros es despojarlos de la magia del que supo volverse imperceptible, es sacarlos a la superficie, es reducir lo latente a lo manifiesto. Sus rostros, al ser difundidos, no pueden sino decepcionar. Ya no son más intangibles fuerzas extrañas, son apenas un puñado de personas reales. Los fantasmas, fotografiados, eximidos de misterio, ya son presa de prontuario.