El primer poema que el irlandés Samuel Beckett publicó en 1930 argumenta y prueba que la lógica de la ciencia, la matemática, la teología y sus premisas no son compatibles con la experiencia humana, irreductible a los dogmas, los sistemas de creencias y las morales de época.
Whoroscope, muy escatológico, se organiza alrededor de ciertas manías de René Descartes, a quien le gustaba su omelette matutino hecho con huevos empollados ocho días; menos o más tiempo bajo la gallina le resultaba repulsivo.
Para Descartes (pilar de la modernidad, casi casi el inventor de la ciencia, a través de la duda metódica), en la visión de Beckett, el punto de equilibrio entre el huevo y la gallina se hallaba en un momento de la formación del embrión gallináceo (“este aborto de pichón”).
Los huevos de Descartes son el motivo que Beckett elige para ridiculizar a una ciencia que se pretende soberana y que, por lo mismo, desdeña la Verdad y se pone al servicio del Estado (“Cristina la destripadora”).
Hay en YouTube un video extraordinario de un maestro japonés que rompe los huevos para que sus alumnes vean cómo se va formando el pollito, día por día. En lugar de la cáscara, una bolsa de plástico.
En los procesos de fecundación artificial, tan corrientes en nuestras sociedades, los embriones sobrantes del proceso se congelan para conservarlos, se donan o se destruyen, y a nadie se le mueve un pelo por ello.
Las mujeres podrían interrumpir sus embarazos libremente y los defensores de la persona no nacida podrían encargarse de conservar, donar o, mediante gestación subrogada, llevar a término la formación de esas hipotéticas potencias del ser.
Contestar a un debate sobre la libertad con argumentos de muerte es mezquino, sobre todo cuando la técnica permite imaginar otros horizontes entre los cuales la interrupción química del embarazo parece ser la solución más equilibrada, pero no la única.