Las elecciones que volvieron a respaldar a Dilma Rousseff como presidenta brasileña mostraron una posición agresiva de grandes grupos de medios contra el PT, representada en una tapa de la revista Veja, la de mayor circulación, que acusaba a la presidenta y al ex presidente Lula da Silva de conocer hechos de corrupción en Petrobras.
La reelección de Cristina Fernández de Kirchner en la Argentina, cuando en 2011 obtuvo el 54% de los votos con una diferencia de casi 40 puntos con el segundo, sucedió en plena confrontación con el Grupo Clarín, que desde los dos años anteriores había virado su línea editorial para posicionarse como opositor cerril del gobierno nacional.
Otro tanto sucedió con la reelección de Evo Morales en Bolivia en 2014 y con las de Rafael Correa en Ecuador en 2009 y 2013. Gobiernos que ejecutan políticas económicas muy distintas pero que tienen en la cuestión social uno de sus ejes son revalidados en elecciones en las que grandes grupos de medios, con audiencias masivas, operan como litigantes y como tutores de candidaturas ubicadas a la derecha.
Cierto es que los gobiernos reelectos no están desvalidos en la contienda: amén del uso de los recursos estatales con mayor o menor control, cuentan con grupos privados de medios que sostienen sus candidaturas y con dispositivos de comunicación gestionados por el propio Estado que (hay excepciones) apelan a públicos minoritarios.
Pero las mismas audiencias masivas que acompañan con fidelidad la programación de grandes medios comerciales, sosteniendo así buena parte de sus ingresos, tienen un comportamiento electoral disonante al respaldar a candidatos demonizados por la línea editorial que escuchan, ven y leen a diario. Esta experiencia repetida en Latinoamérica demanda un esfuerzo reflexivo.
La línea editorial de los grandes grupos de medios no es el factor determinante en los resultados electorales. El condicionamiento que los medios ejercen en el moldeado de perspectivas, en los atributos con los que la sociedad encuadra tanto las noticias como sus protagonistas, no es categórico. Influir no es prescribir. Nueva evidencia, pues, contra la metáfora de la “aguja hipodérmica” con la que se pretendía colocar el mensaje de los medios como manipulador de acciones y conciencias sociales. Según esta rústica teoría, los medios inyectan ideas y tendencias al cuerpo social que reacciona obediente al diseño de omnipotentes estrategas.
Décadas de estudios sobre la influencia de los medios y sobre la agenda y el encuadre de tendencias y temas considerados relevantes por la opinión pública revelan que la conducta social tiene, además de los medios de comunicación, otras agencias de socialización e instituciones de referencia, pero sobre todo experiencias directas, que pueden potenciar o debilitar el sentido de sus usos mediáticos (que son, también, experiencias).
Sin embargo, el problema teórico acerca de la manipulación de las conductas, que fue superado por investigaciones en el campo de la comunicación, reaparece camuflado en la palabra de políticos profesionales, periodistas y académicos que, posiblemente encrespados por la emoción de coyunturas intensas en la discusión política, conciben la acción de los medios como “hegemónica” en la dirección y confección de un sentido común despojado de todo poder de agencia. En esta hegemonía de (algunos) medios no habría negociación, sino coerción maquillada de consumo cultural.
Esta perspectiva se usa cual comodín en los últimos años en América Latina y revela una concepción cosificada de la acción social, donde lo invariante es la capacidad de estos medios de imponer su sentido, siempre, sobre las percepciones, opiniones y necesidades de los individuos y de los grupos sociales. Estos son condenados, en el análisis, al papel pasivo e indolente de “estúpidos culturales” que interpretan libretos escritos por otros. Es hora de contrastar esta ilusión con la reiterada experiencia electoral en la región.
*Especialista en medios.
En Twitter @aracalacana