“El problema del tiempo es ése. Es el problema de lo fugitivo: el tiempo pasa.”
Jorge Luis Borges (1899-1986); de su conferencia “El tiempo”, el 23 de junio de 1978 en la Universidad de Belgrano.
Escena 1: (Mañana gris, fresca. Juan Román, fastidiado, comenta: “El agua está fría”. Tres incondicionales del plantel corren a calentar la pava y cambiar la yerba. Uno se desgarra. Otro sufre una súbita fatiga muscular. El último logra el objetivo: un mate amargo bien calentito, como a él le gusta. Juan Román asiente con un leve movimiento de cabeza. Pide otro. Carlos revisa su celular. No tiene buena señal, parece. “Diossss…”, se queja. Es raro, porque en La Boca nunca había tenido esa clase de problema. Los dos, ya sin testigos, molestos, se miran, cómplices. Charlan.)
—Fhhh… Me duele, Carlos. Pero a eso vine. ¡Si había que sufrir, quería que sufriésemos juntos!
(Juan Román suspira, entre mate y mate. Don Carlos, conmovido, le dedica una breve sonrisa; y vuelve, perplejo, a ese nuevo teléfono lleno de colores y logos, tan diferente al aquel de los viejos buenos tiempos, cuando ganar era rutina.)
—¡Contigo haremos la diferencia, Juan Román! Y ganaremos todo, como antes. Lo sé. Dios me atenderá; tu cuerpo dejará de torturarte y tu magia convertirá en carroza todos esos zapallos. Pero hay que darse prisa. Nuestros enemigos acechan. ¡Quieren destruirnos!
—Lo sé, Carlos. Y estoy dispuesto a luchar. ¡Habrá Topo Gigio para todos!
(¡Crash! Un ruido pavoroso llega desde una de las áreas. Carlos mueve su cabeza, desolado.)
—Otra vez Chiqui Pérez… Seguro rompió algo. ¿Y esos gritos? Burdisso, que vive fastidiado. Maldición: ¡debo juntar once para los partidos que faltan! Vamos; caminemos juntos, Juan Román. Nos espera un semestre difícil.
—La voy a romper, Carlos, se lo prometo. ¿No quiere ver una peli conmigo para distraerse? Tengo las cuatro Highlander, con Christopher Lambert.
—¿Cuatro? ¡Ni me hables de ese número maldito! Tengo Soy el número 4, con Alex Pettyfer, pero la puse y la saqué como veinte veces. No pude verla. Debe ser el estrés.
(Don Carlos palmea la espalda de Juan Román, pero al rato intenta algo con su iPhone. Nada. Añora aquel celular chiquito en blanco y negro que nunca lo dejaba sin señal. Plano corto de sus dedos anhelantes sobre la pantalla táctil. Música de suspense. Fundido a negro. Fin del capítulo.)
Escena 2: (Ramón Angel, preciso, les da indicaciones a sus jugadores: quiere que retengan en detalle su ideario futbolero: “¡Vamooo’, vamooo’, ¡vamooo’ carajo!” De pronto, llega Emiliano Ramón, su hijo, y la cara se le ilumina. Lo acompañan sus dos amiguitos del alma: Osmar Daniel y Juan Carlitos, eufórico porque se había quedado libre en el colegio y gracias al papi de su fratelli pudo anotarse en el Monumental. ¡Ops! Uno llora. Es Juan Carlitos.)
—¡Teo no me la pasa, Ramón Angel! Es malo. Le dije que se lo iba a contar a usted y se me rio en la cara. “Si tú eres el Rayo, io soy la Bala”, me dijo.
(Ramón Angel cierra los ojos; intenta no perder el control. Se lo nota agotado.)
—¡Ya me va a escuchar, ése! ¿Y Jony? El amiguito de ustedes, ese que me dijeron era Riquelme, y resulta que Riquelme era su novia paraguaya. ¿No debería jugar con ustedes, Emiliano Ramón?
—A esta hora él duerme la siesta, pa. Se acostumbró en Asunción. Dice que pasar mucho tiempo sentado le da sueño. El Jonathan rubio tampoco está: se fue temprano. Como Ponzio, que me miró medio raro. Y Mora.
—¿Mora? ¿Qué Mora? Oh, sí: Mora. Hijo, si esto sigue así, tendremos que dar un paso al costado.
—Claro, papi. Ir por las bandas. Ocupar todo el ancho con extremos. Abrir la cancha. Yo sé mucho de táctica, por la Play. ¡El torneo que viene no se nos escapa, ya vas a ver!
—Sí, mi amor. Seguro. Bueh, vayan a jugar, vamos…
(Ramón Angel se enternece, le despeina el flequillo, lo ve irse, feliz, con sus amigos. “De Facundo Quiroga hago yo, eh; ¡canté!”, grita Emiliano Ramón, el líder del grupo. “Hijo e’ tigre…”, susurra, orgulloso. Y dice más; se habla a sí mismo, Ramón Angel. Solo)
—Estoy en el horno. Daniel Alberto me hizo firmar, se borró y me dejó a merced de estos troncos. Si no me salva la gente, soy boleta. Rodolfo Raúl, el hijo del interventor, no me quiere. Y Antonito, el hijo del monseñor, dice que me apoya pero, ¡ni el papa Francisco debería confiarse, je! Esperé 11 años, me lo traje al nene y justo ahora no me sale ni una. Ay…
(Ramón se aleja, las manos cruzadas por detrás de la espalda. Plano fijo. Suena un réquiem. Fundido a negro. Fin del capítulo.)
Escena 3. (Oficina amplia, ventanal, dos hombres, un escritorio. Mauri larga otra carcajada. Se inclina sobre sí mismo, golpea la palma de sus manos contra los muslos; le caen lágrimas. Disfruta. Daniel Bingo sonríe, algo incómodo.)
—¡Ja, ja, ja! Vamos a ver si ahora se anima a levantarse en plena conferencia de prensa. ¿Lo viste disculpándose? Mmm… ¡Sublime! ¿Y el otro? Vive lesionado, quiere dos años más de contrato y que su jefe se quede a vivir en el club. ¡Y fueron un desastre, ja! Hace años esperaba esta revancha.
—Mauri: comprendo tu dicha, pero, te lo ruego: ¡ponte en mi lugar! Estoy angustiado. Necesito un título y, sin Juan Román, ese equipo es una tienda. Admítelo. La gente los quiere, maldito sea. Y yo estoy atado a ellos. Necesito un buen central, para arreglar el colador de la defensa, y un creativo, para que juegue cada vez que el innombrable se lesione. Lo mío es, ¿cómo se dice? Una padaroja… em, no. Una paa…
—Paradoja.
—¡Bingo!
(Mauricio, exultante, deja de reír por respeto a su amigo. Daniel Bingo se muerde los labios, imagina futuros escenarios, pide consejos. Sobre una mesa, los suplementos deportivos comentan el annus horribilis de los dos mitos, los técnicos más ganadores de la historia. Plano corto a esos títulos. Crescendo de cuerdas. Fundido a negro. Créditos. Fin del capítulo.)
Continuará.