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Los narcos, mi abuela y yo

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Había premeditado una columna acerca del negocio narco a pequeña o mediana escala como la encarnación actual del mito peronista de la movilidad social ascendente. Esa columna incluía consideraciones acerca del modo en que ese mal prospera porque todos los integrantes del circuito le extraen beneficios: desde aquel que consume la basura química a aquel que la fabrica pasando por el que comercia los precursores, la autoridad que regula o reprime su circulación y se apropia de sus excedentes, regulando con su rapiña los valores en el mercado, hasta los políticos que pregonan la necesidad de lanzarse a su combate abatiendo aviones o imponiendo penas marciales a tipos que terminarán de punteros o aportantes de sus campañas. Había pensado todo eso, además, ligado a la lógica de expulsión de los habitantes pobres del interior, corridos hacia las villas de emergencia por la expansión de la frontera de la soja cuya exportación generó la prosperidad artificial que celebramos o lamentamos pegándonos un buen saque. En fin. Que había pensado acerca de esto, del modo de funcionamiento cínico del mundo, y de golpe cruzó por mi mente una escena infantil que tal vez explique el sentido de ese relato no contado.
Yo tendría tres años. Andaba en mi bello triciclo rojo, pedaleando de acá para allá en mi pista de carreras que no era sino el extenso pasillo que unía la casa de mi tía Noemí (frente) con la de mi abuela Rosa (fondo). De pronto, se abre la puerta de entrada y aparece mi abuela María. Fangio gira raudo su triciclo y va a saludarla. Como mis padres y yo estamos viviendo momentáneamente allí, la abuela Rosa juega de local. Fangio llega hasta la abuela visitante y la saluda con un beso. Abuela María besa a Fangio y le hace la pregunta fatal: “Dani, ¿a quién querés más? ¿A la abuela María o a la abuela Rosa?”.
La respuesta tiene que ser inmediata y el pensamiento más. En una fracción de segundo hago todos mis cálculos, el íntimo y el diplomático: como vivo en lo de la abuela Rosa y la veo a diario, estoy inclinado a quererla más por una cuestión de cercanía. Pero podría ser a la inversa, que la quisiera más a ella porque la veo menos y por lo tanto su presencia se vuelve más escasa y preciosa. Pero ¿por qué me lo pregunta? ¿Qué espera que le diga? ¿Qué es ella la más querida? Mi respuesta no debe esperar, así que salomónicamente, hipócritamente contesto: “A las dos por igual”. Entonces María replica: “Tenés que querer más a Rosa, porque es más buena que yo”. Ese cambio de perspectiva, esa resolución inédita, abrió un abismo en mi alma y me dejó así, solo, condenado a la resolución de un enigma imposible, la opacidad impenetrable de lo adulto, algo imposible para un pequeño corredor que a partir de entonces pedalea sin fin por un pasillo sin término.