La participación ciudadana virtual me da risa, por más noble que sea la causa. Me llegó una cadena llamada “Que la escuela les duela”. Propulsa un curioso proyecto: que legisladores y funcionarios estén obligados a enviar a sus hijos a escuelas públicas, como única garantía de que –durante sus gestiones– harán todo lo posible por mejorar la educación. La propuesta es tan desaforada que la firmo, a sabiendas de que mi firma en una cadena virtual está tan devaluada como un patacón serie A fotocopiado. Prestar mi apoyo electrónico a causa tan errática es inocuo.
Pero dos días después me topo en una fiesta con dos profesores de filosofía y con Gabriela Forcadell, que les pregunta pudorosa si la tal ley (más allá de las buenas intenciones de quienes se preocupan por el tema) no es una aberración ética.
Su argumento es bueno, y también me da algo de risa: Forcadell habla de los derechos atropellados de esos niños (tal vez aún no nacidos) que debido a las profesiones de sus padres ven coartada alguna de sus libertades y están obligados a asistir a escuelas públicas. Claro, dice “obligados” y todos entendemos “condenados”. Nuestros amigos filósofos ya van por el cuarto tinto, y venimos hablando de normatividad, de Hegel, de Wittgenstein y de malas traducciones, así que no recuerdo qué le responden, pero adhiero inmediatamente a la objeción de Forcadell, no tanto por eso de los derechos atropellados de estos niños rehenes, que igual serán atropellados por cosas aun más graves, sino sobre todo porque evidencia que esta ley supone una suerte de peaje y se basa en que la educación pública es un castigo y no un tesoro.
Yo me formé en escuelas públicas. No sé qué cosas sucedan en las privadas, por ahí son cosas más o menos parecidas, pero aranceladas. Se me ocurre que la crisis no es un problema específico de las escuelas y de sus estatus. Lo que pasa en ellas es sencillo de explicar: cada vez que se junta un grupo grande de personas (sean maestros, bibliotecarias con tareas pasivas o alumnos en general) el paisaje es desolador. Porque todos ellos –en este país– son gente con problemas horribles. No retiro mi firma. Pero voy a pensar mejor el asunto.