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Los nuevos criminales

Debemos obedecer, callar, resignarnos. Este es el método, un clima de época

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La ley que prohíbe fumar en los lugares públicos de la Ciudad de Buenos Aires, especialmente en bares y restaurantes de medidas modestas, es una intromisión del poder en los hábitos privados de los ciudadanos y en su derecho a pactar entre sí los usos y costumbres. Mucho más civilizado sería que los patrones decidieran si quieren tener un bar donde se puede fumar o no y los clientes eligieran el que les guste. La única excusa para oponerse a este acto de sensatez es muy endeble: el famoso fumador pasivo, misteriosa criatura que los funcionarios de Salud parecen tener guardada en sus despachos. Este personaje no puede ser aquí un consumidor, ya que nadie está obligado a entrar en los bares, y entonces se lo hace encarnar hipócritamente en los mozos, de tal modo que los fumadores deben pagar por los problemas del desempleo como si no hubiera gente que trabaja en minas, subterráneos, centros atómicos, andamios, plantas químicas, talleres clandestinos, para no hablar de los que viven cerca del Riachuelo o, para no salir del rubro gastronómico, de las lesiones internas irreversibles que causa permanecer muchas horas cerca de un horno o de una parrilla.
La histeria puritana contra los vicios suele ser incontrolable. Costó trece años y muchos muertos derogar la ley seca en los Estados Unidos y hubo que esperar casi un siglo para que los pubs británicos volvieran a vender alcohol sin restricción de horarios. Pero la prohibición de fabricar, vender y consumir ajenjo en Francia, sancionada en 1914 por razones del más bajo chauvinismo y rencor de clase, aún sigue vigente. Lo del tabaco, para colmo, es global y viene del Norte. Parece haber llegado para quedarse.
A la hora de votar contra el placer de los individuos, los legisladores se sienten purificados de otros vicios y alzan la mano con entusiasmo y sin distinción de partidos. Las víctimas, entretanto, deben sufrir en silencio y soledad: su causa es tan masiva como impopular. Nadie asumirá su defensa pública. Ningún político, pero tampoco ningún periodista o ningún experto se atreverá a exponerse en los medios como un abogado de la escoria. Porque de eso se trata: los fumadores han pasado a ser apestados, ciudadanos de segunda, sobre todo si son pobres y el cigarrillo es uno de sus pocos gastos fuera de las necesidades mínimas. A lo sumo, deben conformarse con ver su opinión vergonzante reflejada en la encuesta de la televisión a otro adicto. Esta será seguida, invariablemente, por una expresión de rencor policial a cargo de un ciudadano sano.
Desde hace algunos años, Buenos Aires se parece cada vez menos a su pasado democrático y tiende a ser una ciudad doble, partida entre los que tienen cada vez más y los que van siendo paulatinamente marginados, como si los que buscan comida en la basura y los que cenan en clubes privados fueran los polos magnéticos del futuro. La ley contra el tabaco ayuda a crearle a la ciudad una imagen de limpieza desmentida por sus calles sucias, ruidosas y contaminadas pero a tono con el sueño de sus varios gobiernos de hacerla el hogar exclusivo de los ricos, como ha pasado con otras capitales.
Me impresiona una mujer de edad, sentada en un café, que se lamenta ante la cámara de que no podrá sentarse ya cada mañana para leer el diario y fumar un cigarrillo. “Qué le vamos a hacer, ellos son los que mandan y hay que obedecer”, agrega. A la mujer le duele que el poder, con brutalidad y arrogancia, le arrebate una pequeña satisfacción cotidiana. No sabe o no confía que esa decisión pueda revertirse. Hay que obedecer, hay que callar, hay que resignarse. Así es como se sienten muchos ciudadanos. Es un método, un clima de época. Algo parecido a la indefensión de los fumadores les ocurre a quienes sostienen opiniones antagónicas a las del Gobierno: se los espía, se los amenaza, se los injuria desde lo más alto. Los opositores también son parias y está claro que no habrá piedad con ellos.