Nadie esperaba un 2015 tranquilo, pero fue aun peor. La muerte violenta del fiscal Nisman a horas de ratificar ante el Congreso Nacional su denuncia contra la Presidenta, el canciller y miembros de su entorno por encubrimiento a los iraníes en el caso AMIA, la multitudinaria marcha del 18F desbordada por reclamos –más allá de lo previsto por sus convocantes– de una Justicia autónoma y el fin de la impunidad. Ello, seguido de una apertura legislativa que terminó siendo de las más polémicas y tensas de los últimos años, y en la que se transparentó del conflicto latente entre el Poder Ejecutivo y el Judicial, amplió los frentes de conflictividad sumando un nuevo actor al universo de “los otros”. Desde la mirada de la sociedad, la casi totalidad del entramado institucional del país ha quedado bajo un manto de sospecha, profundizando la brecha de confianza entre la ciudadanía y el Estado.
Al mismo tiempo, una economía estancada, el consecuente temor a la pérdida del empleo, la merma del poder adquisitivo del salario –profundizada en el último año–, el temor a ser victimizado y una belicosidad discursiva persistente en la cima del poder político van configurando un clima de opinión pública marcado por la irascibilidad, el escepticismo y el hartazgo.
En paralelo –y ya en pleno precalentamiento de campaña electoral– , un oficialismo que prolonga al máximo los plazos para elegir un sucesor que no desea elegir. Un liderazgo formal que no acepta su final de ciclo y busca seguir incidiendo centralmente en la política, cobijada en la épica del mandato histórico, único e indelegable de la defensa del modelo.
Los Kirchner han hecho uso del discurso y la práctica de la confrontación y la polarización, creando un “nosotros” y un “ellos” y construyendo un cambiante enemigo como un recurso para la construcción de poder, pero también –excepto en la pugna contra el Grupo Clarín– se detuvieron antes de llevar el enfrentamiento a un callejón sin salida. Sin embargo, y a pesar de las expectativas que despertaba el último año de gestión de la Presidenta en el sentido de acompañar políticamente ese aterrizaje forzado pero controlado que la mayoría de los economistas pronosticaban para el final del ciclo, a partir del caso Nisman las cosas parecieran ir en sentido contrario.
Ninguna opción abierta para la Argentina después del fallo de Griesa fue suficientemente satisfactoria. Pero tampoco lo es el oxímoron que resulta de la mezcla entre una concepción híper personalista y vertical de la política, un contexto económico adverso y la vocación de sostener el modelo. Se han abierto nuevos frentes de conflicto –especialmente con la Justicia–, y la puja por la conformación de listas y candidatos entre el peronismo tradicional y el núcleo duro del cristinismo pone en serias dificultades a su propio frente político. ¿Tal vez el real objetivo?
Sin duda, un cuadro nada auspicioso tampoco para el ciudadano de a pie, que mira la política desde fuera, obligado a participar de un juego de intereses del cual se siente extranjero. Tal vez por ello los candidatos que hoy emergen como favoritos en las encuestas –Macri, Scioli, Massa– tienen más similitudes que diferencias. Es que existen en la sociedad fuertes reclamos de cambios en la modalidad de gestionar la cosa pública.
Una investigación de tipo cualitativa que realizamos en varios centros urbanos del país muestra que, tendencialmente, la población no aspira a un líder carismático o a una figura providencial (“un salvador”), sino que prevalece la búsqueda de una figura que garantice estabilidad, previsibilidad, transparencia, diálogo y retorno a la senda de crecimiento sostenido. Se trata de una figura de escasas aristas épicas que responde a una visión que puede ser calificada de realista o ligeramente escéptica respecto del poder transformador de la política.
Las nuevas tendencias apuntan a la configuración de un nuevo modelo de liderazgo, diferente del perfil de los líderes que han predominado históricamente. Se trata de un liderazgo que llamo “liderazgo de articulación”: una capacidad de conducción que tiene como premisa el pragmatismo, el tendido de puentes hacia otras fuerzas políticas, el privilegio de las coincidencias, la racionalidad, la administración ordenada y no conflictiva de las diferencias, la previsibilidad, el rechazo a las posiciones extremas y la capacidad de administrar y gestionar. Dos perfiles diferenciados, aunque potencialmente complementarios: el de un “líder pragmático” y lo que cabría llamar un “restaurador institucional”, conjunto de características que se resumen en el concepto de “frónesis” de Aristóteles (prudencia, sabiduría práctica) o de “ética de la responsabilidad” (Max Weber).
La mayoría de la gente aspira a un cambio. Pero se pregunta y duda sobre su viabilidad, sospechando que los viejos hábitos perduren mas allá de un cambio de actores. Quizás esta vez el desafío de sostener la gobernabilidad, en un futuro gobierno que deberá casi con seguridad hacer equilibrio sin mayoría propia en el Parlamento y con gobernaciones de colores políticos más equilibrados, haga realidad el aforismo de que toda crisis es una oportunidad. Ya no somos el país donde extendemos la mano y crece lo que sembremos. Si no pensamos en el largo plazo, si no cambiamos la vieja cultura política privilegiando la idoneidad, la amplitud de miras, los valores republicanos por sobre el facilismo populista, si no damos batalla a la corrupción, la impunidad, si no se gobierna con transparencia, meritocracia y, sobre todo, humildad, si no comenzamos a sentir que somos parte de un hogar que es de todos, será imposible dejarles a nuestros nietos un país mejor que el que tuvimos.
*Socióloga.