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el ECONOMISTA DE LA SEMANA

Los pilares de un crecimiento sin certezas

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Según nuestras proyecciones, el nivel de actividad local podría crecer por encima del 5% durante este año. Este crecimiento tiene básicamente tres pilares; dos genuinos y uno “artificial”. Los genuinos –que explicarían más de la mitad de la expansión actual– provienen del mercado internacional y son, fundamentalmente, el precio de la soja (reforzado con la cosecha récord de este año) y la demanda de exportaciones de Brasil.
Por su parte, el pilar artificial es local y se fundamenta en las políticas expansivas del Gobierno nacional, que estimulan la demanda y la inflación.
Así, las variables exógenas pasan a ser cada vez más relevantes para determinar el nivel de actividad doméstico.
Pensando en lo que queda de 2010, la fuerza y la prolongación del “viento a favor” dependerán del impacto de la crisis de Europa en el precio de la soja y en el nivel de actividad de Brasil (las dos principales vías de intercomunicación que tenemos con la economía global).
Existe, no obstante, una alta probabilidad de que, por lo menos durante este año, se logre encapsular la crisis europea dentro de sus límites continentales. En este escenario, estas variables seguirían jugando a favor durante lo que resta de 2010.
La crisis internacional actual es diferente a la de 2008. Aquella fue, en su origen, estrictamente financiera, por lo que su impacto se propagó de manera rápida y fuerte. Por el contrario, los fundamentos de esta crisis se relacionan con el deterioro de los cimientos de la estructura económica de Europa: fuerte desequilibrio fiscal, elevada deuda pública y exceso de consumo (déficit de cuenta corriente) en algunas economías de la región.
En otras palabras, los problemas de Europa se originan en desequilibrios ligados a la esfera real de la economía, por lo que su solución conlleva más tiempo que el de una crisis originada en el sector financiero.

En este marco, es complicado delinear hoy en día un único escenario para 2011. No habría que descartar que los efectos negativos de la crisis europea aparezcan el año que viene y que se deteriore, en consecuencia, el ritmo de crecimiento de la actividad global y el comercio mundial.
Cabría entonces la posibilidad de que esta crisis deviniera en un fortalecimiento estructural del dólar (volvería a actuar como reserva de valor al igual que en 2008) y en menores precios de commodities en el mediano plazo.
Teniendo en cuenta que en la actualidad la competitividad (promedio) del campo (medida por el índice de competitividad precio efectivo del sector agro exportador que elaboramos en E&R) se encuentra en niveles similares a los de la salida de la convertibilidad, precios más bajos de las commodities en 2011 (con respecto a 2010) implicarían un escenario complicado para la cosecha del año próximo. Con elevada inflación y sin posibilidad de devaluar el peso para dotar de competitividad al campo, el Gobierno podría decidirse finalmente a bajar las retenciones a las exportaciones.

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Ahora bien, más allá de las incertidumbres que se presentan para el próximo año, 2010 estaría “jugado” en términos económicos, con una recuperación significativa del nivel de actividad respecto a 2009, sustentado por un contexto internacional favorable y un nivel de demanda local impulsado por el Gobierno (y la inflación).
Precisamente, incrementar el consumo es el objetivo más importante de la actual política económica. A su vez, se advierte una mayor dinámica en el gasto de las familias –por lo menos, para los segmentos de la población con mayor poder adquisitivo– por demandas postergadas durante la recesión de 2009 y como forma de “cubrirse” frente al incremento persistente de los precios.
En este momento, es evidente que la economía, el empleo y el bienestar material de una parte de la población se encuentran en un proceso de recuperación respecto al año pasado.
Por otro lado, la falta de sostenibilidad de este proceso, basado en consumo y no en inversión, es también evidente, pero no en el corto plazo.
Sin embargo, es fácil percibir que en esta sociedad, fragmentada y sin certezas respecto a su futuro, los niveles de malestar, descreimiento, desconfianza y escasa participación social, lejos de disminuir, se incrementan exponencialmente.

La incapacidad por parte del Gobierno de definir un rumbo para el país, sacrificando la visión de largo plazo en el altar del cortoplacismo, contribuye a esta sensación de fastidio.
La permanente apelación a la división de la sociedad tampoco contribuye en nada a mejorar ese estado de ánimo.
A su vez, esto que se da en el plano de las sensaciones para el 50% de los argentinos, para el resto se manifiesta con crudeza en el plano de la realidad.
El recupero del consumo privado, señalado anteriormente, no es generalizado ni ha sido suficiente para lograr reducir sustancialmente los niveles de pobreza del país.
Si bien las transferencias sociales son importantes, sus efectos no son visibles en todos los ámbitos de la ciudadanía.
Una vez transcurrida una de las décadas de mayor crecimiento en la historia de nuestro país, la realidad social para la mitad de nuestros compatriotas sigue siendo desesperante.
Con millones de familias cuyos ingresos se mantienen por debajo de la línea de la pobreza y de la indigencia ($ 1768 y $ 934, respectivamente, según nuestros cálculos), y con niveles de inequidad social aún mayores que los excesivamente altos que exhibíamos antes de la crisis de 2001, es ya más que evidente la falta de correlación directa entre crecimiento macroeconómico y reducción de la pobreza.
La inflación acumulada desde 2007 y la recesión del último período afectaron, sobre todo, a los sectores más vulnerables. Se necesitan soluciones más estructurales que las políticas sociales distribucionistas para enfrentar los problemas de pobreza estructural que padecemos.
Resulta cada vez más apremiante un plan integral de desarrollo, junto con una renovación política y ciudadana, capaz de sostener un rumbo económico más equitativo y sustentable.