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Los policías más locos del mundo

Un amigo me dijo una vez que, más allá de los intentos de Borges y Bioy Casares, de Walsh y de algunos otros pocos autores, la literatura policial no se había desarrollado nunca lo suficiente en la Argentina por una cuestión de verosimilitud.

Tomas150
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Un amigo me dijo una vez que, más allá de los intentos de Borges y Bioy Casares, de Walsh y de algunos otros pocos autores, la literatura policial no se había desarrollado nunca lo suficiente en la Argentina por una cuestión de verosimilitud: ¿quién iba a creer que las fuerzas militares o policiales podían ser las encargadas de perseguir y castigar el crimen, si la historia del país demostraba que eran esos cuerpos los que por lo general lo perpetraban, lo avalaban, lo cubrían o lo estimulaban? No hace falta ir más allá del Nunca más para entender que mi amigo tenía razón, y Pablo Trapero se encargó de liquidar el asunto en 2002 con la película El bonaerense. Pero parece que ya no somos los únicos que desconfiamos de quienes tienen la aparente tarea de velar por nuestra seguridad. Uno puede seguir a través del cine y las series de televisión (que suelen reaccionar frente a la realidad más rápido que disciplinas como la literatura o las artes visuales, tal vez con la excepción de la fotografía), es decir, de los emergentes más poderosos de la industria de la imagen, cómo va cambiando el relato que una sociedad hace de sí misma. Y son el cine y la televisión estadounidense, el centro de aquella industria, los que en los últimos veinte años cambiaron el lente con el que describían a sus propias fuerzas de seguridad.

Durante la década del 80, aunque la policía fuera lenta y corrupta, siempre aparecía un héroe individual que la redimía. Está bien, no pretendían ser películas realistas o verosímiles y estaban mucho más cerca de la comedia que del thriller, pero ése era el mensaje final (el optimismo sembrado por la excepción) de sagas como Arma mortal, con Mel Gibson, que comenzó en 1987, y de Duro de matar, con Bruce Willis, que arrancó en 1988. Hoy por hoy las cosas cambiaron, y para encontrar policías confiables hay que revolver entre los científicos y laboratoristas de CSI, encerrados en su universo de hisopos y ADN, tan distintos a los agentes de a pie que recorren las calles. Y para un relato más acercado a lo que la sociedad cree que sucede en realidad, hay que pegarle un vistazo a una de las mejores series de los últimos años, The Wire: la historia de un cuerpo de policías de Baltimore, que comenzó en 2002 y que en cada una de sus cinco temporadas mostraba cómo la corrupción y la ineficiencia son virtudes que pueden atravesar asociaciones, gremios y profesiones enteras: la policía, pero también los sindicatos y hasta el mundo del periodismo.

La semana que viene se estrena una película por lo menos curiosa: The Bad Liuetenant, remake de Werner Herzog del film de Abel Ferrara de 1992. El personaje de Harvey Keitel es interpretado ahora por un gran Nicolas Cage (más parecido físicamente a Christopher Walken que a sí mismo), y la acción se traslada de Nueva York a Nueva Orleans días después del huracán Katrina, lo que le da la posibilidad al director de que todo luzca a la vez desolador y lisérgico. Las tomas subjetivas de los lagartos y las iguanas con fondo de música blues son sencillamente magistrales. Y la moraleja es la misma que la de The Wire: cuando los policías hacen bien su trabajo, los castigan y marginan a puestos administrativos. Y cuando lo hacen todo mal, son premiados y promovidos. Cualquier parecido con la realidad, bueno, pregúntenle a David Simon o a Werner Herzog.