Hace unas semanas comentaba, desde esta columna sobre las “dos velocidades” que caracterizan al mundo y a la Argentina en este 2010. Dos velocidades para el crecimiento global, con los países emergentes superando a los desarrollados. Dos velocidades dentro del mundo desarrollado, entre la evolución de los EE.UU. y la de Europa y Japón. Dos velocidades dentro de Europa, con Alemania y Francia, Italia y el Reino Unido, por un lado, y Grecia, España, Portugal, por el otro.
Dos velocidades al interior de la economía argentina, al comparar el crecimiento de los sectores vinculados al agro, a Brasil y al consumo de durables, contra el resto.
Dos velocidades, también en nuestro país, en la inflación. Con los precios de los productos de la canasta básica, creciendo más fuertemente que los demás. Dos velocidades, asimismo, para los ingresos reales de los trabajadores. Dónde los asalariados formales y sindicalizados le “pelean” a la inflación, mientras los trabajadores del mercado informal –a su vez, los más pobres– los jubilados y pensionados y, obviamente, los desocupados pierden claramente en sus ingresos, contra los precios.
Pero estas velocidades “diferenciales” sólo parcialmente responden a cuestiones transitorias, derivadas del diferente grado de endeudamiento y capacidad de ajuste y flexibilidad, de las distintas economías a la post crisis financiera de 2008/9, en el caso europeo.
Y, en el caso argentino, a la mayor o menor exposición al mundo emergente o a la inflación. Detrás de este dispar movimiento de las variables clave, se esconden fenómenos estructurales, mucho más profundos.
El caso europeo, por ejemplo. Resulta más o menos obvio que las diferentes productividades, stock de capital físico y humano, marcos regulatorios y entornos culturales –de cada país– hacen compleja la convivencia con una sola moneda y reglas más o menos estrictas de administración fiscal.
Ese no es un tema que se resuelve rápido, ni sólo con préstamos. Los fondos que terminarán suministrando los más ricos, a través de distintos mecanismos, son necesarios para amortiguar el ajuste de corto plazo de Grecia y, eventualmente, España y Portugal. Pero, como reza la publicidad “hay cosas que el dinero no puede comprar”. O hay cosas que el dinero sólo no puede cambiar.
Europa necesitará, además, mecanismos permanentes para moderar los desequilibrios y alentar el desarrollo productivo de las regiones menos competitivas.
Si Europa no puede mostrar la capacidad de largo plazo de amortiguar sus diferencias internas deberá renunciar a una moneda fuerte común y resignarse a volver a la multiplicidad de monedas previas al 98 o a un euro débil en forma permanente, compatible con los países menos productivos del Viejo Continente. En otras palabras, moneda fuerte y baja productividad, duras reglas laborales y dispendio fiscal son términos incompatibles entre sí.
Pero el problema del euro es también el problema del peso argentino. No sólo porque lo que pase en el escenario internacional con la deuda griega y, sobre todo con la española, nos impactará a través del mercado de capitales, en medio del canje, del precio de las commodities o de la posible interrupción de este incipiente ciclo de recuperación económica global.
El problema es también nuestro. La Argentina económica presenta, al igual que Europa, serios diferenciales de productividad entre sectores y entre regiones obligadas a convivir con una sola moneda.
Si queremos una moneda “fuerte” y estable, que permita salarios con buen poder adquisitivo y creciendo, necesitamos empezar a equiparar los enormes diferenciales de productividad entre sectores y entre regiones que presenta nuestro país.
Para lo primero, el marco regulatorio, una inteligente inserción internacional y una política impositiva y de gasto que aliente la inversión y la modernización de los sectores con potencial pero atrasados resulta clave. Para lo segundo, el equilibrio regional, hay que plantear no sólo una reforma a la coparticipación, sino reglas eficientes de asignación provincial de los mayores recursos.
Sin esos cambios de fondo, seguiremos necesitando la política cambiaria de “moneda débil” como mecanismo “escondedor” de nuestras diferencias. Pero no se deje engañar por los populistas y demagogos; moneda débil es siempre, al final del día, salarios bajos.