Hace unos días, gracias a la columna del vecino Tabarovsky, descubrí El asco. Thomas Bernhard en San Salvador, curioso experimento en el que un escritor utiliza el estilo de otro para defenestrar a un país y logra, de paso, mantenerse a la altura del original. La novela no le perdona a El Salvador ni sus militares ni sus guerrilleros, ni sus políticos ni sus playas, ni su comida ni su música, ni sus mujeres ni sus universidades. En el epílogo, el autor –Horacio Castellanos Moya– cuenta que el libro le hizo ganar muchos enemigos y hasta amenazas de muerte como las que se dice que en estos días han obligado a Roberto Saviano, autor de Gomorra, a refugiarse en la clandestinidad con Salman Rushdie. Es un destino lógico para alguien que escribe que “el patriotismo es otra de esas estupideces inventadas por los políticos” y que define al escritor oficial Roque Dalton como “un poeta para quien la sociedad ideal era la dictadura castrista, un zoquete que murió en su lucha por establecer el castrismo en estas tierras asesinado por sus propios camaradas”. Pero también cuenta que, como compensación a tanto insulto, personas nacidas en Guatemala, Costa Rica y México le sugirieron escribir un “asco” de sus respectivos países.
No es una mala idea. Tener un Asco por cada país del planeta, en particular los latinoamericanos, donde todavía sigue habiendo intelectuales y escritores que creen que su función es darle letra a los gobiernos de turno (para no hacerle el juego a la derecha y otros sofismas que ya eran tales en tiempos de Sartre). Por lo pronto, es una vergüenza que los escritores abandonen a los taxistas la tarea de sacar el cuero a sus países. Sería bueno que en lugar de tantos premios literarios irrelevantes, se creara uno llamado El Asco Nacional, que se otorgaría cada año a la mejor novela bernhardo-moyense. El primer galardonado podría ser Fernando Vallejo, que se ha ocupado de Colombia con admirable rencor y, como yapa, también le dedicó lo suyo al Vaticano.
Sería absurdo creer que un argentino podría ganar el premio, ya que se trata de un país en el que detrás de cada escritor se oculta un fanático de la selección de fútbol, condición que se inscribe en la antesala del chauvinismo beligerante. Pero, recientemente, ha ocurrido un milagro nada menos que en Uruguay, un lugar que hasta ahora era conocido por su moderación en todos los órdenes de la vida pública y privada. El acontecimiento ocurrió en un blog como para demostrar que la vida electrónica está cada vez más a la vanguardia del pensamiento. El blog se llama Dragon Lieder y su responsable firma como Benito. En una sola nota que lleva el título “La nación abortada”, el autor logra que nuestro recién creado premio tenga dueño por un largo rato.
A partir del veto que Tabaré Vázquez impuso contra la ley que legalizaba el aborto, el larguísimo artículo demuele con enorme brillo intelectual la complaciente mitología de un país que se sigue jactando de su cultura, de su laicismo y de su espíritu progresista cuando, de hecho, ha ido arriando sus banderas frente al conservadurismo y la prepotencia religiosa. Tras tildar a Vázquez de “egomaníaco autoritario”, Benito termina declarando que, contra su hábito hasta el presente, no piensa volver a votar al Frente Amplio. Su argumento es que los políticos frenteamplistas no resultaron diferentes de sus adversarios, y aunque impulsaron una ley que hubiera colocado al Uruguay delante de los países de la región, siempre sumisos a los dictados de la Iglesia Católica, priorizaron la especulación electoral, entregaron el último baluarte de laicismo y se tragaron con alegría un sapo que los descalifica definitivamente.
Da la casualidad de que escribo esta columna en Montevideo. Desde la ventana del hotel veo un afiche con la cara de Tabaré Vázquez que llama a firmar por su reelección. Me dan ganas de terminar la tarde tirándole tomates.