Bienvenidos a un domingo especial. Intenso, plagado de incertidumbre, tal vez polémico: ojalá los argentinos recibamos de nuestra clase política el regalo de unos comicios sin bochorno.
Un domingo en el que, como en 1999, ir a votar y ver a Los Pumas jugarse la chance mundialista será parte de la misma agenda para muchos. En aquel entonces, después de la épica victoria ante Irlanda –la del try de Albanese, las patadas de Quesada y la defensa gigante de todos–, llegó un duro golpe de realidad de la mano de un gran equipo francés. Hoy, después de destrozar a Irlanda en Cardiff, ya no son cuartos sino semifinales. Y el argentino ya no es un conjunto debutante en instancias decisivas de mundiales, sino uno que mete su segunda semifinal en los últimos tres certámenes. Visto de ese modo, cuesta justificar a quienes minimizan, burlan y hasta ridiculizan el esfuerzo, la capacidad y, sobre todo, la mística Puma. En realidad, hay que ser bastante corto de sesera para destratar a cualquier equipo nacional creyendo que el gusto o disgusto por un deporte es una de las variables de la lucha de clases.
Sin embargo, una cosa es la chicana berreta –llevo años escuchando a periodistas presuntamente especializados en fútbol ironizar sobre los cortes de calles o los piquetes cuando se juega al rugby o al tenis– y otra, la realidad con algo de densidad de análisis. Entonces, tan cierta es aquella estadística de las semifinales recientes como la que señala que, ante los rivales que quedan en este certamen, son muchísimas más las derrotas que las victorias. A Nueva Zelanda no se le ganó jamás. A Sudáfrica se le acaba de ganar en Durban por primera vez. Y a Australia se la venció en cinco de las 24 ocasiones en las que se la enfrentó. Para colmo, estos números se hicieron elocuentes en los últimos cuatro años, en los que la Argentina disfrutó del privilegio de enfrentarlos anualmente. Las lecturas torpes consideraron un sinsentido jugar contra equipos tan superiores. Difícilmente se trate de gente que haya jugado jamás a algo; ni siquiera un sábado entre compañeros de laburo. Es poco menos que una norma eso de que uno crece y mejora enfrentando a rivales superiores mientras que se pierde juego enfrentando a quienes son
inferiores.
En varios años de seguir con cierta atención diversos deportes, he visto tantos casos de equipos y deportistas que mejoran a partir de perder con los mejores como de aquellos que involucionan compitiendo y derrotando a los más débiles.
Mucho de eso le pasa al rugby argentino. Que ha crecido enormemente a partir del Rugby Championship, el sistema de becados, los centros de alto rendimiento esparcidos por el país y, fundamentalmente, una idea de juego obsesionada por el rugby agresivo y dinámico.
En un rato veremos si esto alcanza para, también, derrotar al gigante australiano. Un equipo considerado de los pocos que proponen más juego audaz e imaginativo que los All Blacks y a cuyos delanteros un argentino, Mario Ledesma, les dio una vuelta de tuerca. Australia debería ser la horma del zapato de Los Pumas. Pero nadie está en condiciones de predecir cuál es el límite de un seleccionado repleto de chicos que han mostrado una evolución formidable y que, de pronto, se van dando cuenta de que, pese a la juventud y a la inexperiencia, pueden ser más rápidos, más fuertes o más inteligentes que adversarios a los que sólo podían admirar frente al televisor.
La Argentina ha tenido equipos entrañables. La mayoría de los jugadores que elegiría para un plantel Puma de todos los tiempos no están jugando este Mundial. Pero no recuerdo un seleccionado argentino de rugby de semejante magnitud. La Argentina no sólo llegó a las semifinales del Mundial sino que, ante los ojos de muchos analistas y ex jugadores británicos y franceses, se convirtió en el ejemplo por investigar. Conmovedor. Un éxito dentro del éxito.
Basta pasar un minuto por la concentración argentina para percibir la convicción, celebrar la naturalidad con la que asumen este suceso y oler la sensación de que sienten de verdad que pueden ser campeones mundiales. Regalan la certeza de quienes han llegado lejos como consecuencia de una idea, ya no sólo de las variables típicas de un partido de ochenta y tantos minutos.
Esa idea trasciende el Mundial. Incluso el hecho de levantar la copa.
Curiosa ecuación para este domingo tan importante. Mientras un equipo deportivo toma el hecho de salir campeón como un paso más –trascendente, claro– para afianzar una idea, nos aprestamos a votar con la sensación de que hay quien te pide el voto porque lo único que le importa es “salir campeón”. Ser presidente... después vamos viendo.
En el deporte está permitido fijarse un objetivo sin pensar en el día después. En la política debería ser considerado entre irresponsable y repugnante.
*Desde Londres.