La desdicha fue mi dios. Me lancé contra el fango. El aire del crimen me secó. Le jugué malas pasadas a la locura. Y la primavera me dio la espantosa risa del idiota”
Arthur Rimbaud (1854-1891); de “Una temporada en el infierno” (Antaño, si mal no recuerdo…), 1873.
Podría escribir sobre el descenso; la lenta agonía de Independiente, la entrega de los chicos de Argentinos pese a la incontinencia verbal de Caruso, el juego estético de los sanjuaninos para pelear su permanencia. O sobre Martino, que llegó para salvar a Newell’s y puede dejarlo campeón. Es la actualidad; lo que alimenta el juego, lo visible, el make up; el gran titular.
Pero no. Esta vez voy a ocuparme de un tema más grave que el descenso y menos grato que un título. Hemos perdido la guerra, señores. Aceptémoslo. Nos ganaron las bestias; la rutinaria muerte que a nadie asombra, el racismo entre iguales, el apriete como estilo de vida, los dirigentes que hablan como hinchas y, peor aun, como los hinchas más idiotas. Ya está. El fútbol, tal como lo conocimos cuando era puro placer y no este sangriento carnaval invadido por monos con navaja, ha muerto.
La medida de jugar sin público visitante es patética. Puro solipsismo: en tanto no percibido, el problema deja de existir. Eso es firmar la rendición. Aceptar que es imposible controlar la seguridad en un espectáculo donde coinciden dos barras bravas, por lo general armadas, protegidas, impunes, con una logística no inferior a la policial. El próximo paso será jugar sin público; o con público y sonidos virtuales: ovaciones de nadie para nadie con special effects, así el show no pierde tensión dramática ni atractivo televisivo. Quizá un día se juegue sin pelota. O sin rivales, así ganan todos y ya.
Suena exótico, pero hace años el fútbol se jugaba los domingos a la misma hora, sin que por eso decretaran una emergencia nacional. Ir a la cancha nunca fue cómodo, pero al menos nadie sentía que arriesgaba su vida por intentarlo. No había, por suerte, tanta valla ni tanto cacheo para detectar todo eso que la barra pasa como quiere. El esfuerzo valía la pena sólo para sentir una sensación única, irrepetible: el instante en que el laberinto de cemento gris quedaba atrás y surgía, deslumbrante, el verde intenso, allá abajo. Con el pitazo final, el domingo se llenaba de melancolía, y el círculo se cerraba el lunes, entre amigos y bromas crueles, según el resultado. Eso era todo. El fútbol no llenaba, adictivo, asfixiante, todas las horas de cada día de la semana.
En televisión, la mítica Polémica en el fútbol recurría a hinchas anónimos para armar furiosos debates donde, a grito pelado, destrozaban a todos: árbitros, dirigentes, técnicos, jugadores. La misión del panel de periodistas era poner orden, racionalidad. Hoy nadie necesita extras; el caótico guión es asunto de profesionales que saben construir su personaje y navegar como nadie en las turbulentas aguas del minuto a minuto.
¿Cuándo cambió todo? ¿Qué provocó esta decadencia, el profundo deterioro de un divertimento que alguna vez fue digno?
Además de ocuparnos de los efectos, no estaría mal analizar las causas. “Es la economía, estúpido” fue una consigna interna creada por el estratega James Carville para la primera campaña de Bill Clinton, que luego se hizo célebre. Bueno, es eso. La exclusión social se instaló con tanta fuerza y naturalidad que los hinchas –los más afectados por el fenómeno– la incorporaron a su lenguaje. Y a la hora de humillar al rival, desecharon la chicana clásica del sometimiento sexual –que obviamente necesita del otro– para instalar una frase cruel, alejada de toda metáfora. “No existís”, decían, involuntariamente literales.
A Borges le importaban mucho las palabras. A mí también, porque dicen mucho de nosotros. Como un signo de esos tiempos, el modesto “aguante” condenó al olvido la idea de “valor”. Y se hizo costumbre repetir “Eso está bueno”; una construcción precaria, fugaz, sustituible. Porque lo que hoy está, mañana puede no estar más, como político que busca alianzas. Desconfío de los que eluden la definición; los que se resisten a afirmar “Eso ‘es’ bueno” y bancar su idea, sin salidas de emergencia.
La cumbia villera –musicalmente, una desgracia– tiene sin embargo un mérito notable: fue la primera manifestación cultural de clase en más de medio siglo. Surgió como respuesta a la economía neoliberal de los ’90 que aniquiló toda movilidad social. Antes, “villero” era el peor insulto para un pobre. Lo sufrió Houseman, patriota del Bajo Belgrano, martirizado por años. El villero era un vago, un mal ejemplo para los que trabajaban para irse y cumplir el sueño de la casa de material. Esto, hasta Menem. Después –como los Black Panthers, que gritaban su “Black is beautiful” en la América racista de los ’60–, los villeros fueron construyendo, orgullosos, su propia identidad, separados de los incluidos por un muro invisible pero omnipresente. Allí conviven los que trabajan de sol a sol… y los otros.
En ellos, justamente, se incubó el huevo de la serpiente. Chicos sin futuro que crecieron llenos de odio, sabiendo que sólo “existen” con un fierro en la mano. Gente quebrada por la desesperanza, el alcohol, la droga, la muerte a la vuelta de la esquina. Pibes chorros, pequeños dealers, peleadores de bailanta; carne de cañón para los enriquecidos jefes de barras. No bajaron de los barcos como nuestros abuelos; no llegaron de Marte. Son nuestra creación. A hacerse cargo, compatriotas. Vaciar una tribuna y esconder la cabeza como el avestruz no los hará desaparecer.
Es triste, pero real. Hemos perdido aquel entrañable rito que nos hermanaba aun en la rivalidad; que hacía que el otro, el diferente, existiera para darle un sentido al juego, esa suave tensión entre dos que –como el buen amor– debería alimentarnos toda la vida.