La totalidad de las encuestas, vaticinan que el presidente Luiz Inacio Lula Da Silva será reelegido hoy para un segundo mandato de cuatro años, sin una segunda vuelta que, de ser necesaria, se celebraría el 29 de octubre próximo. Las últimas encuestas le otorgan a Lula una intención de voto de más del 50% (51,1%), contra 27,5% del principal candidato de la oposición, Geraldo Alckmin, del Partido para la Social Democracia Brasileña (PSDB).
Lula obtendría así un resultado mejor que el de octubre de 2002, cuando logró en la primera vuelta 46,4% de los votos válidos y su entonces contrincante, el socialdemócrata José Serra, el 22,3%.
En los últimos dos años, Lula y el Partido de los Trabajadores (PT) han sido objeto de una catarata de acusaciones de corrupción. La seguidilla comenzó cuando uno de los líderes políticos de la coalición oficialista en el congreso de Brasilia, el diputado Roberto Jefferson, del Partido Trabalhista Brasileiro (PTB), reveló un sistema de pagos mensuales (mensalão) a los integrantes del bloque oficialista, coordinado por la dirección del PT y ligado a las empresas estatales.
En las últimas dos semanas, el temporal de acusaciones dirigido a Lula y al PT escaló cuando dos militantes del Partido de los Trabajadores fueron sorprendidos con más de 800 mil dólares destinados a comprar un dossier con documentos presumiblemente falsos que incriminarían a José Serra, candidato opositor a la gobernación de San Pablo y una de las principales figuras políticas del país.
Las acusaciones de corrupción no afectan, en síntesis, a Lula; por el contrario, en estos dos años aumentó su nivel de popularidad y su intención de voto. El impacto político lo ha recibido fundamentalmente el PT, que estaría hoy muy por debajo de su performance electoral de 2002, sin llegar a triunfar en ningún Estado relevante.
La crisis política desatada por el mensalão ha revelado, con plenitud, que el “fenómeno Lula” trasciende de lejos los marcos del PT; y que el presidente se ha convertido en un líder carismático, de extraordinario arraigo popular, que se vincula en forma directa con el pueblo brasileño, sin necesidad de mediaciones partidarias.
Esto tiene como contrapartida la aparición en igual escala e intensidad de un formidable “antilulismo”, notable por la intensidad del rechazo y la vocación para la más drástica y radical de las negaciones.
Este cuadro de intensa polarización, raro en la historia de Brasil, encuentra semejanza con otras etapas de la política brasileña: la “era Vargas”, sobre todo tras la elección de Getulio en 1950. Allí se impuso por casi 5 millones de votos de diferencia; y luego se desató, en los cuatro años posteriores, el período de mayor polarización y enfrentamiento de la historia de Brasil hasta ese entonces, que culminaría con el suicidio del presidente en el Palacio Catete, el 24 de agosto de 1954.
Las disparidades sociales, económicas y regionales son tan intensas en Brasil que una situación de polarización desata en sí misma la crisis política. La cultura del consenso en Brasil, la “cordialidad brasileña”, es un dato cultural que responde a una necesidad política. El consenso se quiebra y la polarización emerge, y la crisis política se instala en Brasil.
Esta disparidad de fondo, estructural, se da en todos los planos y en primer lugar en el político. El sistema político brasileño surge de la superposición de una presidencia plebiscitaria (a partir de 1990/Collor de Mello), que todo lo puede en la etapa de auge, y una república parlamentaria que controla los recursos, y en la que se construye el consenso, siempre frágil y provisorio, de los múltiples “Brasiles”.
En Brasil, los presidentes que no controlan el Congreso usualmente no terminan su mandato. Ha sido el caso de Getulio Vargas, Janio Quadros, João “Jango” Goulart y Fernando Collor de Mello. Cuando se produce esta situación de descontrol, estalla una crisis política por causas variadas, en general vinculadas a cuestiones de corrupción; y entonces tiene lugar el desenlace a través del suicidio, la renuncia, el golpe o el impeachment.
Dice Thomas Skidmore en su libro De Getulio a Castello Branco, que cuando la crisis política brasileña adquiere características de crisis de régimen, las elites transforman el sistema presidencialista en parlamentario; así lo hicieron en 1961, como condición para permitir la asunción a la presidencia de Jango Goulart; y el primer ministro fue Tancredo Neves, figura arquetípica, casi un tipo ideal, del consenso brasileño.
Si la crisis política no alcanza características de crisis de régimen, lo que se hace es profundizar el carácter de coalición de la presidencia, convirtiéndola, como actor colectivo, en el núcleo del poder decisorio, que escapa de las manos del presidente, transformado en virtual primer ministro, primus inter pares.
Este sistema político tan extraordinariamente complejo, sustentado en la necesidad de múltiples y simultáneos equilibrios, no obstante su fragilidad, ha demostrado que puede gobernar Brasil e impulsar cambios de fondo. Así lo hizo con la eliminación de la hiperinflación en la década del 90 (Plan Real), y con las reformas realizadas por los gobiernos de Fernando Henrique Cardoso y Lula. Lula ha llegado incluso a reformar el sistema de seguridad social.
La cuestión no es si Brasil es gobernable con este sistema político, hoy en crisis, sino en qué condiciones y con qué estructura de poder puede ser gobernado. La respuesta es ardua y no de carácter genérico; lo que es seguro, es que esas condiciones excluyen la polarización y la ruptura del consenso, y descartan una estructura de poder sustentada en un líder carismático, de arraigo popular, que se vincula directamente con el pueblo sin mediaciones partidarias.