COLUMNISTAS
milagros

Maestro perverso

default
default | Cedoc
Los lectores entrenados y los sibaritas consistentes, especies ambas que no se ven en las plazas ni en las calles ni en los subtes pero aún existen, saben que Tanizaki no es sólo el nombre de un exquisito sushi abierto en barrio Norte sino también, y desde mucho antes, el apellido de un escritor japonés de nombre Junichiro. Habrá quien ame al enfático Yukio Mishima, quien se entregue a la suave caricia melancólica de Yasunari Kawabata o a la introspección de Kenzaburo Oe, pero para mí, el mejor escritor japonés del siglo XX es Tanizaki, de quien hoy celebro que Alfaguara –además de complacerse en la publicación de la nueva novela del novio de América, Vargas Llosa– haya editado una compilación de su ficción breve, titulada, supongo que para ganar el aprecio de los corazones sensibles, Cuentos de amor.
En este libro, traducido con garbo galaico, hay un prólogo exhaustivo y se revela un criterio de selección curioso: figuran aquí por lo menos dos de los mejores textos de Tanizaki, Tatuaje y El segador de cañas, pero no La historia de Shunkin y Un cuento de ciego, que aparecían en la primera edición en castellano de una obra del autor, la de Seix Barral de 1969, bajo un título más ajustado al sentido dominante de su literatura, y que se llamó Cuentos crueles. Supongo que el afán de diferenciación con la selección primera habrá determinado que en su reemplazo Cuentos de amor incluyera La gata, el amo y sus mujeres, que podría asimilarse a una nouvelle, y que hace poco publicó Siruela. O tal vez delicadas cuestiones de derechos de autor, ¿quién sabe? En todo caso, es de celebrar que se publiquen por primera vez en español textos fechables como parte del primer período tanizakiano, como El secreto, El guapo, El caso del baño Yanagi, Los pies de Fumiko, El mechón, La flor azul, El fulgor de un trapo viejo y El caso Crippen a la japonesa, y que permiten, a quien tiene una visión más amplia de sus escritos, ver cómo Tanizaki pasa de su fascinación por la literatura y la ciencia (o más bien la sexología) occidentales, de un decadentismo un poco exterior (más Wilde que Baudelaire, más Kraft Ebbing que Huysmans) a la delicada perversidad, a la obscena contención y reticencia, infinitamente más civilizada y sofisticada, de la cultura de su país. Esa traslación es tanto cultural como geográfica, o, podríamos decir, es cultural en tanto geográfica, porque se produce luego de su mudanza de Kioto a Tokio. Si en su juventud Tanizaki publicó novelas como Jotaro el masoquista, algo afrancesada y moderna, en su madurez realizó un viaje tanto más íntimo, que lo envió a los saberes del pasado y al cultivo entre devoto e irónico de la tradición. Como todo gran escritor, su obra no selecciona y asimila y excreta sino que incorpora y contiene, de modo que bajo una lectura atenta se ve cómo el proceso de la sabiduría despliega el mapa de las formas consumidas, las exhibe todas. Hay una anécdota que define su posición de artista. Luego de escribir El elogio de la sombra, una elegía acerca de la intimidad perdida por la cultura japonesa luego de la asimilación de los valores lumínicos (y éticos) de Occidente, recibe la visita de un periodista que se asombra de que su casa esté llena de veladores y lámparas poderosas. Tanizaki, ya viejo, sonríe y le dice: “¿Y qué quiere que haga? Si no, no veo nada”. No es casual que otro adorable viejo mentiroso y reaccionario (no me refiero a Perón sino a Borges) haya publicado también su propio Elogio de la sombra.
Y la mención de Borges no es ociosa. No conozco a ningún escritor argentino que no tenga una duradera relación de litigio, plagio y resistencia con nuestro gran narrador ciego. Tanizaki es otro de los autores que se leen y quedan por el resto de la existencia. Durante años soñé en reescribir su Historia secreta del señor de Musashi. Con Borges, uno sabe de antemano que la apropiación es complicada y la transformación, imposible. Tanizaki, más perverso y tramposo que el nuestro, propone que ese milagro está a nuestro alcance, y por supuesto nos engaña.