Imaginemos un país en el que los pacientes toman el quirófano cuando los cirujanos no los operan como ellos quieren. Ocupan el consultorio si el médico no les asigna el diagnóstico y el tratamiento que ellos ordenan.
Un país en el que los comensales toman la cocina si la comida no es la que les hubiera gustado. En el que los pasajeros secuestran el avión porque el piloto no sigue la ruta que ellos exigen. En el que los albañiles ocupan los estudios de los ingenieros y arquitectos en desacuerdo con los planos del proyecto en construcción. Ese país no existe todavía, pero podría ser pronto este que habitamos si los alumnos que hoy toman colegios de manera autoritaria transmitieran este modelo a sus hijos y éstos a los nietos y, en fin, se aboliera la asimetría necesaria para cumplir con cualquier proceso educativo, desde el que comienza en el hogar hasta la universidad.
Esta asimetría, este desnivel entre las generaciones (padres e hijos, docentes y alumnos, adultos y jóvenes en general) es imprescindible para generar herencia, transferir experiencia y conocimiento, y estimular el aprendizaje de recursos internos y externos así como su aplicación. Es indispensable para transmitir valores, modelos vinculares, materia prima para la construcción de proyectos de vida trascendentes y preñados de sentido. La asimetría descrita no es una anomalía a corregir. Es funcional y debe ser mantenida. Pero la toma de los colegios (en este rito anual de “iniciación” en la militancia y el fundamentalismo) aparece como síntoma grave de la ruptura de aquella ley que es un fundamento de la civilización.
Funcionarios educativos titubeantes, sin visión clara de una educación que vaya más allá de papers, estadísticas y burocracia, sumados a padres que desertan de sus funciones y en una regresión juvenista se proponen como pares de sus hijos, más docentes que rifan su misión en una kermesse populista, comparten la responsabilidad en este nuevo paso atrás de una educación que hace tiempo perdió su norte. No son la mayoría , pero ya se sabe que el silencio de quienes mayoritariamente tienen criterio y buenas razones convierte a los protagonistas del dislate en una ilusión de mayoría que los retroalimenta.
“Educar es frustrar”, dice de manera tajante el pedagogo, matemático y filósofo español Ricardo Moreno Castillo en su cada día más vigente y necesario Manifiesto antipedagógico, que compone su obra junto a una veintena de títulos entre los que también relucen
De la buena y la mala educación y La conjura de los ignorantes. De la misma manera frustra el agricultor cuando poda una planta para ayudarla a encauzar su energía hacia el mejor logro del fruto.
Frustrar en materia educativa es enseñar no sólo contenidos, sino valores y la existencia de reglas, de protocolos sin los cuales no hay convivencia posible ni en la escuela ni en la sociedad.
“Las pasantías significan entrar en una empresa para ser tratado como el último boludo”, decía días atrás por radio el líder de los estudiantes de uno de los colegios tomados. ¿Acaso pretende hacer esa pasantía como CEO? Y si ese dislate fuera posible, ¿después qué? ¿Cuál es el límite? ¿Qué hacen estos aprendices de punteros políticos cuando en sus hogares no les gusta la comida o el lugar adonde la familia irá de vacaciones? ¿Toman la casa? ¿Y qué hacen sus padres? ¿Acatan? ¿Aplauden? Son preguntas casi ingenuas, obvias, de sentido común, ese sentido tan pisoteado.
Pero las respuestas, tanto como el silencio ante ellas o el desprecio a quien las formula, permitirían entender en buena medida por qué ocurren en nuestra sociedad tantas de esas cosas que asustan, desconciertan, indignan o conmueven y llevan a preguntar con tono inocente: “¿Qué nos pasa a los argentinos?”. Lo que nos pasa no es producto de algo exógeno, se gesta desde adentro, también desde los hogares, los ministerios y las aulas. Allí anida cada día la verdadera mala educación.
*Escritor y periodista.