Si uno tuviera que adivinar qué libro termina con la frase “¡Hay que exterminar el mundo del hampa!”, respondería que son las memorias de Eliot Ness. Pero no, es el sexto volumen de los Relatos de Kolimá de Varlam Shalámov, una de las grandes obras literarias sobre el cautiverio, en particular en el Gulag, donde el escritor pasó buena parte de su vida adulta. Tal vez no habría que usar esa palabra, tan asociada a Solzhenitsyn, a quien Shalámov acusó por izquierda y por derecha. Por un lado (Shalámov siguió siendo comunista hasta el final), de ser un instrumento de la Guerra Fría y, por el otro (Shalámov fue siempre un moralista), de que Un día en la vida de Iván Denísovich, el primer libro publicado en la Unión Soviética sobre los campos, no era veraz y daba una versión edulcorada de lo que pasaba allí. En particular, Shalámov le preguntó irónicamente a Solzhenitsyn qué campo era ese en el que estaba preso Denísovich, ya que no había hampones.
En esa pregunta se abre un mundo: la sospecha de que los mayores padecimientos de los reclusos en los campos soviéticos no provinieron de los guardias sino de los delincuentes encerrados con ellos, a quienes las autoridades les permitieron reducir a los presos políticos a las condiciones de vida más espantosas y los utilizaron para colaborar en su exterminio. Incluso, hubo períodos en los que el hampa participó directamente de la administración de los campos. Shalámov no habla de los delincuentes ocasionales ni de los profesionales, sino de la cofradía de ladrones que en tiempos del zar se llamó de los urkas o urkaganes y emergió consolidada tras la era soviética como germen de la mafia rusa, acaso la más temible de sus congéneres, aunque italianos, colombianos o chinos hayan hecho lo suyo para encabezar ese ranking. Esa frase final de Shalámov es la culminación de un alegato que fundamenta la necesidad disciplinadora y represiva del Estado antes, durante y después del comunismo. En algún momento llega a decir: “He aprendido que los delincuentes no son personas”. A lo largo de páginas enteras se dedica a demoler a los hampones: son todos pederastas, no tienen la menor sensibilidad para el arte, su sentimentalismo con la madre es solo una máscara de su atroz misoginia. etcétera. Eso sí, Shalámov reconoce que les gusta el cine, un hecho que al otro lado del mundo pudo comprobar Howard Hawks cuando filmó Scarface.
Precisamente, ese es otro de los temas importantes en el libro. Shalámov afirma que la literatura rusa, desde Dostoievski a Gorki, nunca describió de verdad el hampa, que lo ignoró, fue complaciente con él o lo romantizó. Es imposible no coincidir en que también en el resto del mundo el tema se trata de ese modo, tanto en la literatura como en el cine. ¿Hay alguna duda de que los Padrinos de Coppola, por ejemplo, son una glorificación de la mafia? Es más: ¿cuántas veces, empezando por los aliados en el sur de Italia después en la Segunda Guerra, hubo una colaboración entre los Estados y el crimen organizado, dos organizaciones burocráticas complementarias y hasta hermanas, como lo muestra con total elocuencia el caso ruso-soviético. El desesperado alegato de Shalámov, con sus toques ingenuos y exagerados, apunta al núcleo que liga la política con el crimen: la desprotección esencial de los débiles en la sociedad.