“No te preocupes, hijo. ¡Gracias a la Virgen por traerte de vuelta...! Es insensato mirar atrás. Lo hecho, hecho está. ¡Mírate! No pienses en esas miserias. Estás vivo,Pascualino. ¡Vivo!”
Pascualino (Giancarlo Giannini) y su madre; escena final de ‘Pascualino Siete Bellezas’(1975), de Lina Wertmüller.
Nápoles, década del 30. Pascualino, al que llaman “Siete Bellezas” por sus feísimas hermanas, es un vivillo que sueña con hacer carrera en la camorra. Obsesionado con lavar el honor de la mayor, una obesa y frustrada corista, mata accidentalmente a un rufián y lo descuartiza para ocultar pruebas. Se hace pasar por loco para evitar la cárcel y la guerra le da la oportunidad de dejar el manicomio: se ofrece como voluntario. Lo envían al frente ruso y allí deserta junto a Francesco, su mejor amigo. La huida termina en un campo de concentración alemán dirigido por una sádica y descomunal commandant, a quien intentará seducir para salvarse. “¡Das asco! ¡Tu sed de vivir da asco, gusano mediterráneo!”, lo humilla la mujer antes de nombrarlo capo de la barraca y obligarlo a matar a Francesco. Cuando llegan los americanos, vuelve a Nápoles y encuentra a su madre y hermanas prostituidas, con dinero y sin culpa. En la escena final, frente al espejo, desolado, miserable, vacío, Pascualino clava la mirada en su rostro. Lo logró. Salvó el pellejo. Está de vuelta.
Wow. Diez, veinte, treinta veces debo haber visto esta película fantástica y gracias al aburridísimo fútbol local, lo hice de nuevo. Logró inspirarme, además, porque… ¡ya sé sobre quién escribir! Sobre Maradona. ¿Otra vez Maradona? ¿Y por qué? Oh, pícaro inconsciente, ¿qué nueva trampa me has tendido? ¿Será por la intensa Nápoles que retrata la Wertmüller? ¿Será por ese regreso a cualquier precio? Mmm… ¿Qué será, será?
Próxima parada, Japón. Confieso que sé más de Mishima, Kitano o las motos Kawasaki que del fútbol japonés, muchachos. Conozco a algunos que juegan en Europa (¿o serán coreanos?) y poco más. Sé que no hacen mal papel en los Mundiales, que el Pelado Moner fue ídolo en su Liga y que por allí pasaron, en busca de efectivo, Medina Bello y Ramón Díaz, entre otros. También Sergio Batista, el Interino Ignoto, transitó por ese exótico destino en el ocaso de su carrera. Justo él.
El próximo viernes, aquel 5 elegante de México ‘86 volverá a dirigir al equipo nacional y eso, se ve, a Maradona lo enfurece. Por eso, y para hacer campaña por sí mismo, habló por la tele, visitó despachos oficiales y rompió un silencio más estratégico que prudente. Dijo que tiene “sed de revancha” que daba “la vida” por volver, aunque después redujo la apuesta a “un brazo”. Por si el sacrificio resultaba insuficiente, también ofreció algo menos personal: la engominada cabeza de su amigo Mancuso. En diálogo con Fernando Niembro, autor del esclarecedor libro Inocente, acusó, ironizó y descalificó a Batista. “Cruza a Uruguay y no lo conoce nadie…”, dijo. No dejó títere con cabeza. Hizo un papelón.
He admirado al futbolista genial, sí, pero más al Maradona provocador que sabía exactamente cómo irritar el humor de la voluble clase media nativa. Aquel desaforado que criticaba al Vaticano después de entrevistarse con el Papa, el que se tatuó al Che y elogió a Fidel un año antes del Mundial de Estados Unidos, el que compraba toda la primera clase de los jumbos para chancletear en paz con su familia, el que fue bandera del sur pobre contra la Italia arrogante y berlusconiana. Amé a ese tipo.
Lástima: ese personaje fascinante terminó canibalizado por la soledad del poder, la angustia, la droga, el retiro. Se convirtió en el Karadagian del Showbol y no le sirvió. El intento final fue la utopía de la Selección. El desatino más cruel de Grondona que expuso a un hombre sin pensamiento abstracto, con fieles en lugar de discípulos. Que no dirige: reina. El último acto fue a todo o nada. Resultó nada. Un desastre.
“Si me tocan a un utilero, me voy”, amenazó y se fue, tal como quería Grondona. Maradona, la deidad, se comió el amague del despiadado geronte. Quién lo diría, ¿no? Ahora, solo, pide apoyo, pontifica, esconde, fanfarronea, dice que todo es conversable. Se arrastra. Justo él, el crack que dejaba a medio mundo parado, boquiabierto.
Mientras Maradona volaba a Moscú para facturar, Batista –que no es nadie a su lado, efectivamente– se mostraba en Europa, veía jugadores, charlaba con Guardiola y Mourinho. Si hasta De Narváez pudo, ¡por qué no él…! Checho da el perfil del buen gerente. Es amable, algo gris, nada conflictivo y le cae bien al inescrutable Messi. Suficiente. Salvo catástrofe –esto es Argentina, ojo–, ya está adentro.
¿Qué espero del partido con Japón? Poco. Será un trámite, y yo detesto el papeleo. Jugará uno, no jugará el otro y nada de lo que pase importará demasiado.
Maradona regresará al bronce y todo será ordenado, presentable, racional, menos caótico. Seguramente se jugará mejor y yo estaré triste igual, compatriotas. Oh melancolía. Por aquella quimera, la decadencia, el fin de los días felices, el dolor inútil, lo que nunca fue ni debió haber sido.