“Luego bajé la escalera. El descenso fue más difícil que el ascenso, y eso que éste no había sido fácil. ¡Ah, qué desdichadas diligencias comerciales hay, y uno tiene que seguir cargando la cruz…!”
Franz Kafka (1883-1924); de ‘El matrimonio’, en ‘La muralla china y otros relatos’ (1918)
Llegar a prócer, o a mito popular en Argentina, nunca ha sido gratis. La mayoría de los habitantes de nuestro Olimpo nativo tuvieron una vida complicada, murieron jóvenes, incomprendidos, olvidados o lejos del país. Sucedió con figuras políticas, cantantes de tango, actrices, boxeadores, guerrilleros, músicos de rock, futbolistas. Pero la muerte, ese otro mar, lava todas las heridas, dirían Borges y Spinetta.
Profundamente teatrales, despiadados en nuestra demanda de inmortalidad, los argentinos –que celebramos a nuestros mejores hombres en el día de su muerte– desplegamos las mejores pompas en el último adiós. Entonces sí, nuestros mitos pierden toda humanidad y se diluyen en el universo de lo indudable. Son-en-nosotros y para siempre.
Diego Armando Maradona es nuestro último mito. Alejado del peligro Messi como un puente al olvido, la diferencia entre ambos hoy es más clara que nunca. El geniecillo rosarino es un póster, una gigantografía. Maradona es una bandera, un símbolo de candorosa rebeldía que se agita en todo el mundo desde hace 40 años.
Ser maradoniano, compartir su fe, es celebrarlo no importa lo que pueda hacer o decir, acompañarlo en sus odios, cantar junto a los napolitanos ese curioso himno de amor entre hombres: “Mamma, mamma, oh, ¿Sai, perché, mi batte il corazón? Ho visto Maradona, ho visto Maradona, ¡eh, mamma, innamorato son!”.
El coqueteo con la muerte de un mito que se reivindica eterno e invencible forma parte de su irresistible atracción. La desafía, porfiado, solo para sentir que es capaz de ganar, una vez más. Sin embargo la distancia entre el Maradona ideal y éste, balbuceante, suena intolerable. Aunque se naturalice y se imite como un rasgo simpático. Lo es para los devotos y para él, preso de su propia furia, su soledad, las mil batallas consigo mismo, los enemigos y los incondicionales, que lo matan de amor. Lo aspiran sin pausa y sin piedad, como a una droga, y eso es más que toda la cocaína que haya pasado por su nariz.
Tanta angustia colectiva espera por un Grand Finale. O un nuevo principio, que es casi lo mismo. Afirmar que el imaginario popular clama por un Maradona muerto es una temeridad, una injusticia y acaso una falta de respeto, lo sé. Pero eso parece. El inconsciente colectivo necesita de un Maradona inmortal, omnipresente, salvador. Un Diego-Gardel que cada día cante mejor.
Maradona llama ladrona a Claudia Villafañe, su ex mujer y sus hijas lo enfrentan. ¡Aleluya! Reconoce a Diego Juniors luego de negarlo 30 años y come con Cristiana Sinagra, su madre. ¡Aleluya! “Soy un fuego, a mí me dicen antorcha en lugar de Diego”, le susurra en un audio a Gisela Ramírez Méndez, reina del carnaval correntino, y una empresa brasileña de antorchas le propone ser su imagen institucional. ¡Aleluya! “Un día el Che dijo: a los traidores, ¡muerte!”, deslizó cuando confirmó su separación de Rocío Oliva. ¡Aleluya!
Maradona agradeció, feliz, cuando firmó como nuevo entrenador del Al Fujairah, de Emiratos Árabes, pero en Moscú, donde viajó para ver la final de la Copa Confederaciones, dijo que ahora quiere dirigir la Selección de Rusia. ¡Aleluya! Ekaterina Nadólskaya, periodista local, lo acusó por acoso sexual: “Fui a su habitación, le hice preguntas pero él me tiró de la ropa; me ofrecieron 500 euros y me echó la seguridad”. Morla, su abogado, aclaró: “No hubo ninguna denuncia, porque si la hubiera no podríamos irnos del país sin problema”. ¡Aleluya!
Por fin Nápoles le brindó –más vale tarde que nunca– el homenaje que merecía. El alcalde Luigi De Magistris hizo oficial un honor que, de hecho, le pertenece hace años: ser su ciudadano de honor. “El Italia hay que hacer todo con un pedazo de papel, se olvidan del corazón”, reflexionó, agudo, indomable.
Maradona les regaló cinco títulos y le devolvió su orgullo, pisoteado por el rico y prepotente país del norte. “¡Benvenuti in Italia!”, los reciben los tifosi de la Juve, Milan, Inter, Lazio o la Roma. “Napoli is not Italiy”, escriben for export. “¡Africani!”, “¡Terroni!” (cabecitas negras), gritan. “Noi non siamo napoletani…”, les cantan, en éxtasis.
Genaro Montuoni, alias Palummella, ex líder de los Ultras de la Curva B, me recibió en su oficina de Sanitá, camorra y besos en las dos mejillas, para hablar del Maradona agónico, suspendido por doping a fines de 1990. “En Argentina a los italianos los llamamos tanos, por napoli-tanos”, abrí como para romper el hielo. “Gli italiani sono razzisti, io sono napoletano”, contestó, serio. Pura bajada de línea maradoniana.
En una semana sin fútbol el protagonista fue el más grande en gira frenética cerrada con picadito FIFA. Excesos, nostalgia por lo que ya no es ni será, y el amor de quienes quieren verlo aún en un estado deplorable. Para ellos Maradona es más que ese deporte mutado en negocio que le dio la gloria y la condena: ser una deidad en vida.
Todos hablan de fútbol. Tema que a the president Macri le encanta, claro. “Los invito a la próxima reunión del G20 en Buenos Aires. Pero una cosa, y con todo mi amor a los alemanes, quiero decirles: ¡la próxima final será para Argentina!”, repitió en plena cumbre de Hamburgo el chiste que aquí casi que ignoró Merkel. Ay. Maradona, menos alemán para el humor, lo llamaba “el cartonero Báez” en Boca, por su obsesivo amor por el ajuste de costos. ¡Geizig katze, maessstro!
Todos hablan; tanto y tan mal, bla, bla, bla. Ojalá repasaran más seguido el célebre punto 7 del Tractatus Logico Philosophicus de Wittgenstein. “De lo que no se puede hablar, es mejor callar”.
Un silencio prudente que nos ahorraría más de un papelón. O dos.