El 9 de octubre de 1980, la entonces primera ministra británica, Margaret Thatcher, acorralada por una huelga minera, ratificó ante el congreso del Partido Conservador sus ortodoxas tácticas antiinflacionarias y emitió una consigna ya legendaria, aclamada por la tribuna: “Para aquellos que esperan con el aliento en la boca que yo me una a esa famosa consigna mediática, dé marcha atrás y haga una vuelta en U, sólo puedo decirles que uno solo da marcha atrás cuando quiere. Esta señora no da marcha atrás”.
Thatcher fue la primera mujer en gobernar el Reino Unido. Cristina Kirchner es, en la Argentina, la primera que ha llegado al cargo máximo por el voto popular. Thatcher gobernó de 1979 a 1990. Cristina gobierna formalmente hace hoy 111 días. ¿Es Cristina una “dama de hierro” que, como Thatcher, no sabe o no quiere retroceder? No lo creo.
Algo confuso sucedió durante la semana. El martes 25 de marzo, recién llegada de otra estadía en El Calafate, la Presidenta dio un discurso de 2.889 palabras. En esa pieza, que –como ya es norma– ella no lee, usó 15 veces la palabra “Argentina”, dos la palabra “argentinas” y 36 la palabra “argentinos”, un total de 53 afirmaciones de nacionalidad, a razón de una cada 54,5 palabras.
El jueves volvió a los micrófonos. En Parque Norte, pronunció 4.461 palabras, de las cuales 25 fueron “Argentina”, 9 “argentinas” y 18 “argentinos”, un total de 52 banderazos, a razón de uno cada 86 palabras.
En la primera oportunidad, en un pronunciamiento claramente desacertado, la Presidenta alcanzó un clímax de autorreferencialidad: se aludió a sí misma en 17 ocasiones, todas ellas como variantes de su famoso “como yo digo”. No es un mero problema de personalidad, aunque el estudio y la caracterización del carácter de los individuos aportan mucho a la comprensión de los fenómenos políticos de la historia.
La histérica semana que acaba de vivir la Argentina revela, por de pronto, fortísima indigencia civil, un país envuelto en terremotos emocionales periódicos.
Se entona una y otra vez la epifanía del sentimentalismo más estéril. Abigarrados grupos de personas corean el Himno Nacional para disuadir a vociferantes y fornidos activistas que reparten trompadas. Se alcanzan cotas ridículas pero desesperantes: en Gualeguaychú, cortadores seriales de rutas se enfrentan con los que antes los apoyaban y ahora quieren pasar a toda costa.
La Presidenta dijo una verdad monumental cuando aseguró que no se negocia con una pistola en la cabeza: con el campo subido a las rutas, ella, por responsabilidad institucional, no dialoga nada. Pero, entonces, ¿por qué le exige a su colega uruguayo Tabaré Vázquez que negocie por Botnia, si la Casa Rosada tolera sin mosquearse que la frontera internacional siga bloqueada por la Argentina? ¿O Tabaré puede aceptar la pistola en la cabeza y Cristina, no? ¿Por qué el gobierno argentino legitima ciertas ilegalidades y sataniza otras?
Pero hubo un cambio, desde ya, y se produjo, como no podía de ser otra manera, con los recursos y desde la cultura política del oficialismo, que parece patentizarse en una consigna proverbial del castrismo de los años sesenta: ¿o no fue el ahora presidente Raúl Castro quien pergeñó, como parte del enfrentamiento con los Estados Unidos, aquel “¡Ni un paso atrás, ni pa’ coger impulso!”?
Siempre hay pasos atrás, en todo y en todas partes. Lo que más desintoxica el enrarecimiento que produce el poder en quienes lo detentan es salir del complejo patológico de superioridad que suele acompañar a quienes ambicionan y atrapan espacios de conducción.
El peronismo es, en este sentido, un movimiento habitado por numerosas personas con serio y voraz apetito de poder. Fue por eso que, cuando en 1973 volvió al país bastante marchito, Perón declaró ser ya un león herbívoro. Antes había sido carnívoro. Nadie que haya visto por Animal Planet a un león devorando su presa ignora que estos animales no protagonizan espectáculos agradables.
Ese aspecto belicoso pero nada folclórico del justicialismo realmente existente es actuado por Luis D’Elía. Al observar su ostensible sobrepeso y sus modales ridículamente forzudos, uno se tienta de no prestarle importancia, imaginando que es más patético que peligroso. Puede ser, no lo niego, pero el Gobierno lo aupó fría y explícitamente, sin siquiera objetar su ingreso beligerante y de tintes fascistas en la vía pública. Es peligroso subestimar esa realidad.
La Argentina viene de experimentar un nuevo sofocón de arcaísmos inauditos, como ese penoso “Patria sí, colonia no” gritado por militantes de un oficialismo que admite sin despeinarse que el embajador de los Estados Unidos visite todas las semanas a no menos de un ministro o un secretario de Estado, habitante paradigmático de la agenda mediática nacional.
También hubo exhibición indigerible de hipocresías con vista al mar, como insistir en las 4x4 de los oligarcas rurales, retórica de un sistema de poder que gravita, helitransportado, de Puerto Madero a El Calafate, pasando por Olivos y Parque Norte.
Vivimos en penuria. La penuria institucional es uno de los aspectos de ese raquitismo esencial, que es la marca profunda (¿indeleble?) de esa indigencia que empuja a la confrontación insensata.
Por eso, discrepo con quienes ven en ciertas prácticas del Gobierno meros “errores” o módicas “torpezas”. Desearía errar el diagnóstico, pero estos casi cinco años de gobierno parecen exhiben una deliberada y gélida búsqueda del choque y de un vasallaje al que se codicia como cúspide del poder. O sea, no son excesos, sino rasgos estructurales de conducta. Es la manera de gerenciar la realidad de personas que hace mucho tiempo se han acostumbrado a ganar y no quieren aprender a consensuar nada.
Impresionan, igualmente, los rústicos lenguajes y hechos que en la Argentina son ya normales. Claro que hay violencias infinitamente peores y mucho más truculentas en Kenia, Irak, Chechenia o Sierra Leona. También, que los hijos de los inmigrantes magrebíes apiñados en la banlieu de París viven quemando autos todas las noches.
Pero la Argentina no debería ambicionar medirse con esos parámetros terribles; deberíamos compararnos con nuestros propios vecinos, entre quienes, salvo excepciones ocasionales, la manera argentina produce sorpresa, irritación y asombro.
El tono de resentimiento social que despuntó en estas últimas semanas fue apañado por un gobierno desde el que se habla de “los ricos” como si el oficialismo fuese un asilo de marginales o una olla popular. Eso rebela y, además, revela: rebela que apelen a un clasismo de pies de barro aquellos cuya historia es poco virtuosa, y revela –además– infinita ingenuidad un pueblo que parece aceptar dócilmente ser conducido por millonarios, siempre y cuando aleguen estar haciendo un gobierno popular.
La Argentina debe preguntarse por sí misma y el Gobierno debe ir barruntando la noción de que alguna vez el sol termina por ponerse.