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Mariani llega vivo

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Hay otros escritores que escriben para no volverse locos, por fatalidad. Son escritores mientras escriben y el resto del tiempo se pierden entre la gente o tratan de hacer la revolución. Es a todo o nada, pero no está en juego el prestigio literario sino la integridad como persona. Qué queremos ser, para qué estamos en el mundo. Roberto Mariani fue compinche de Roberto Arlt y hasta se dice que le corregía sus ya legendarios errores de ortografía y sintaxis. Lo cierto es que si nos atenemos a su biografía, también podría ser uno de los personajes del genial Godofredo. Pasemos revista: Mariani nació en 1893, fue escritor dramaturgo y poeta –a veces todo junto en un mismo libro– y empezó trabajando como periodista en el diario Los Andes, de Mendoza. También trabajó en el Banco Nación, de donde fue despedido por intentar agremiar a sus compañeros con literatura anarquista. Como se ve, Mariani le pegaba con la zurda. Estuvo en el Grupo Boedo y publicó en el diario Crítica una defensa tenaz de Sacco y Vanzetti. Después, con problemas económicos, terminó trabajando como chofer de camiones en el sur argentino. Se dice que le afectó como un mazazo el golpe que derrocó a Yrigoyen. Y que en sus últimos años se había encerrado en un mutismo sombrío. Murió, como Arlt, de un ataque al corazón. Ahora bien, ¿será cierta toda esta Wikipedia? ¿Era Mariani un hombre torturado, dostoievskiano y sombrío? ¿Cómo serían de verdad los dinosaurios si, mediante un viaje en el tiempo, los pudiéramos ver en acción? Ahora sólo nos quedan los huesos y tenemos que conjeturar. Los huesos de Roberto Mariani son sus libros. Lo primero que se va a decir acá es que no abogamos por un culto llorón del escritor ignorado. Un escritor, si lo es de verdad, tiene que escribir siendo consciente de que, tal vez, su lector no va a nacer en el tiempo que le pueda tocar vivir. Tanto Mariani como Arlt tomaron la realidad y la hiperbolizaron. Buscaron a través de la caída en desgracia, la delación, el encuentro  con Dios. Para Arlt, en el glorioso final de El juguete rabioso, Dios “es la alegría de vivir”. Para Mariani, “Dios está dentro de la palabra bondad como la dureza en la piedra y el brillo en el sol”. Frecuentación de la muerte es un libro de 1930. Mariani tenía convicciones de izquierda, pero escribía con la potencia de la derecha. Varios de los relatos que arman Frecuentación… son largos soliloquios que parecen nacer por el simple placer de narrar, y donde un fluir interno de los personajes crea una deriva letal. En un relato, un hombre planea un viaje –pero no se mueve ni a palos–; en otro, planea un suicidio; en otro, ya fracasó el suicidio y está convaleciente en una cama de hospital, como Malone muere, de Samuel Beckett. Al igual que en la famosa trilogía del escritor irlandés, el personaje de Mariani se narra historias para hacer avanzar el relato. Donde Beckett dice: “Quién, cuándo, dónde”. O “la imposibilidad de avanzar, la certeza de que no sirve avanzar, la necesidad de avanzar”. Mariani escribe: “Más lejos. No se regresa. Pero siempre aparece el punto de partida y nunca el puerto de llegada ni nada referente al regreso. No se regresa. Un viaje a quién sabe dónde, sin regreso, pero viaje, como un viaje cualquiera, por ejemplo a Montevideo”. Y también percibe la inutilidad del lenguaje: “Las palabras también se avejentan y se mueren. Ya no me evocaban nada; o desfallecían como en un crepúsculo en que no es ni día ni noche”. En esto, Mariani es terriblemente moderno. Por otra parte, si lo compararámos con un cocinero (démonos esta libertad, ya que estamos hablando de un maestro del grotesco), podríamos decir que Mariani es especialista en tucos espesos. El tuco, para que tenga un sabor poderoso, debe ser hecho con lentitud. Mariani venía trabajando el mismo libro desde el comienzo de su carrera como escritor. Es un cocinero agresivo cuyas descripciones son memorables y permanecen en la memoria por mucho tiempo. Como cuando narra –al igual que Roberto Bolaño en 2666– una serie de asesinatos que presencia un periodista de policiales: “En el hotel Roma, cerca de Constitución, vi el cadáver del frutero que estaba arrodillado como rezando con las nalgas sobre los talones y el pecho sostenido por la pared”.