El éxito del blanqueo nos ha mostrado que economía blue en Argentina es mucho más grande de lo que solemos admitir. La política económica y aun el diseño institucional del Estado parten del supuesto (equivocado) de que se trata de un fenómeno marginal, pero evidentemente es un aspecto central de nuestra realidad económica y cultural.
Una parte de la economía es formal. Está registrada, declarada, opera en el sistema financiero, aporta al fisco y al sistema previsional, respeta las regulaciones locales, ofrece empleo formal y genera utilidades en blanco. Pero otra porción opera en las sombras. No está registrada, o bien tiene una pequeña fachada formal; no opera en el mercado financiero, salvo pequeñas cuentas a la vista; evade siempre que puede cada impuesto o aporte, elude las regulaciones y ofrece empleo informal. La utilidad que genera no puede reingresar al sector formal: va al consumo o se fuga o atesora.
En otros países (normales), la economía informal está atada a la actividad ilegal. Aquí incluye la actividad ilegal (narcotráfico, corrupción, etc.) pero abarca además una gigantesca masa de actividad que simplemente elude la formalidad. Podría aventurarse que la economía formal argentina está acotada a actividades con mercados hiperconcentrados, hiperregulados, oligopólicos o cartelizados, y contratistas del Estado. Actividades que técnicamente no pueden evadir o con mercados cautivos. El resto de las actividades económicas están compelidas de facto a la informalidad, por la altísima presión fiscal y regulatoria (nominal). Una maraña de impuestos, tasas, derechos, aportes y regulaciones determina que el incentivo a la informalidad sea muy superior al riesgo o costo implícito. Por ello los agentes económicos tienden a mantener en la informalidad todas las actividades posibles.
El presidente Macri ha señalado con insistencia la necesidad de retomar el camino de la inversión y el trabajo como condiciones del crecimiento. Plantea un norte de política económica bien definido. El kirchnerismo fomentaba apenas el consumo, que impactaba, por cierto, tanto en la economía formal cuanto en la informal. Agotó así todos los stocks, pero durante un tiempo dinamizó el conjunto de la economía. El gobierno de Cambiemos apuesta, por su parte, a fomentar la inversión, pero con ello llega sólo a la parte formal de la economía, donde la utilidad tiende ya naturalmente a la inversión (la inmovilidad del capital es cara). Por el contrario, en la gigantesca economía blue, el atesoramiento y la fuga de capitales son la norma, como lo probó el blanqueo.
Es verdad que mantener actividades y flujos de capital en la informalidad tiende a ser cada vez más difícil, por el mero avance de la tecnología y las regulaciones internacionales contra los capitales de origen criminal. Pero vale anotar que con la presión tributaria actual, una formalización compulsiva tendría un fuerte impacto recesivo. Por eso, más temprano que tarde, hace falta una reforma impositiva general que simplifique y rebaje los impuestos.
El Gobierno puede hacer, en este sentido, de la necesidad virtud. El desafío de la política económica de los próximos años es formalizar la economía blue. Más allá de los principios de justicia e igualdad ante la ley, este esfuerzo es condición de posibilidad de reconstruir los circuitos de capitalización e inversión que movilicen los factores productivos, incluido el más acuciante desde el punto de vista político y social: el trabajo.
Una simple rebaja de impuestos no alcanza en tal sentido y probablemente desfinanciaría al Estado. Por eso debiera plantearse, en cambio, un sistema agresivo de incentivos a la formalización y el registro de la economía blue, con un monotributo ampliado, exenciones a las actividades micro y gravámenes y aportes cercanos a cero durante una primera etapa, tendiendo gradualmente a equipararse con los de la economía formal, en el marco de un plan también gradual y explícito de reducción de la presión tributaria nominal general. Incluido, como factor de primer orden, el blanqueo laboral y previsional.
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