La geometría es una disciplina apta para entender la política exterior argentina. Existen muchas figuras, pero la del triángulo ha sido la más aclamada en nuestra historia.
A principios del siglo XX dominaba el triángulo anglo-argentino-norteamericano. Estados Unidos proveía bienes de capital y manufacturas, Gran Bretaña compraba carnes y granos. La Guerra Fría trajo consigo el triángulo norteamericano-argentino-soviético. Argentina se aproximó más al primero, aunque con excepciones. Hasta la dictadura militar llegó a advertir la cuestión de la complementariedad económica con la Unión Soviética.
El horizonte actual nos sitúa frente a otro triángulo. China y Estados Unidos, uno en cada vértice. Préstamos en infraestructuras e inversiones productivas, de un lado. Señales políticas para obtener un salvataje del FMI o ingresar a la OCDE, del otro. “Argentina entre dos grandes potencias” parece la fórmula que se repite.
El triángulo explica una parte, pero se queda corto. ¿Cómo excluir del cálculo a América Latina, a Sudamérica, o sencillamente a Brasil? La noción del Mercosur como espacio natural para la inserción argentina se incorporó con la democratización en los ochenta. Y sigue siendo un eje tan estratégico como intermitente. Por sus propias debilidades como espacio y por su alta exposición a los vaivenes de las políticas económicas y exteriores de Brasil y Argentina este vértice suele aparecer desdibujado. Podría también plantearse a la Unión Europea como otro eje. Es clave si se piensa en aprendizajes y en las capacidades científico-tecnológicas de los países europeos.
Más lados y más apuestas a vínculos con socios no tradicionales dan forma a un polígono, antes que a un triángulo. La gira del presidente Macri por Asia, con epicentros en India y Vietnam, es un claro ejemplo. Pero no es el único. Los viajes de Cristina Fernández a India en 2009 y a Vietnam e Indonesia en 2013 tuvieron esa misma tónica. A pesar de la retórica de grandes cambios, hay continuidad. Aunque ese interés haya sido fundamentalmente mercantil, pues India y Vietnam reportan un amplio superávit en la balanza comercial (el superávit combinado de 2018 es de 3,5 mil millones de dólares). India además ascendió del vigésimo quinto al séptimo puesto como destino de las exportaciones locales, mientras Vietnam se consolidó en el quinto lugar. Si se piensa en el triángulo, el polígono ayuda a compensar parte del déficit con China, que asciende a 8 mil millones de dólares.
La continuidad del polígono tiene sustento. Es esencial para consolidar el acceso a mercados. Pero también debería serlo para capitalizar los esfuerzos de diversificación de socios, obtener apoyos en foros multilaterales o en acciones colectivas entre Estados, y promover la cooperación para el desarrollo y científico-tecnológico. Diversificar permite, fundamentalmente, aumentar la autonomía y disminuir el grado de dependencia de grandes socios. Encerrarse en un triángulo, por el contrario, aumenta nuestra vulnerabilidad a shocks externos, más aún en un contexto internacional signado por la incertidumbre y la desaceleración en la economía global, la imprevisibilidad en el devenir de los procesos multilaterales y el recrudecimiento de las políticas proteccionistas.
India y Vietnam se afianzan hoy como ejes en la agenda externa argentina. Y reavivan el debate sobre qué geometría conviene más a las relaciones internacionales. El triángulo expresa una condición derivada de la distribución de poder en el plano interestatal. El ascenso de Beijing y la declinación de Washington dominan la escena. Negar esta variable sistémica parece un absurdo. Pero también lo sería agotar todos los cálculos externos del país en esa única figura.
*Profesor del Doctorado en Desarrollo Económico, UNQ. Investigador en temas estratégicos de Conicet.
** Directora del Doctorado en Relaciones Internacionales, UCC. Investigadora adjunta de Conicet. (*/**) Internacionalistas.