—¡Usted no tiene que hacer esto!
—La gente siempre dice lo mismo. Je. (sonríe).
—¿Qué le dicen?
—Me dicen: no tiene que hacer esto.
—¡Es que no debe hacerlo! (llora).
—¡Okay! (lanza una moneda al aire y la cubre con la mano). Es lo mejor que puedo hacer por usted. Elija: ¿cara o ceca?
Javier Bardem, como el asesino Anton Chigurh, aterroriza a Carla Moss (Kelly Macdonald) en “Sin lugar para los débiles” (2007), de Joel y Ethan Coen.
Levanté la vista y de pronto la mole estaba ahí, a cinco pasos de mi escritorio. Ropa oscura, borceguíes, el tubo plateado con su cable, el extremo de metal y su percutor. Ojos enormes, inexpresivos, una sonrisa ladina, el tono de voz deliberadamente suave y ese peinado horrible a dos aguas que lo convertía en un sujeto menos ridículo que perturbador. Hace un tiempo anduvo por aquí, pidiéndome información. Sé a lo que se dedica y este año ha tenido mucho trabajo. Se sentó sin pedir permiso.
—Asch, tanto tiempo.
—Lo veo bien, Bardem.
—¡No me saque de personaje! Aquí soy Anton Chigurh, ¿OK? Mire esta moneda que tiene aquí. Es de 2005. Hace diez años que ha viajado de mano en mano hasta llegar a su escritorio. Elija: ¿cara o ceca?
—No me joda con ese jueguito que ya lo vi en la película. Cuénteme: ¿a qué vino?
—Lo de siempre, Asch. Gente que está de pronto se cruza conmigo y ya no está más. Ese es mi negocio.
—Mmm… ¿Técnicos?
(Bardem sonríe como Anton, labios gruesos, un gesto casi infantil pero muy intimidante. Calla y otorga)
—Técnicos. Debí imaginarlo. Los que en el torneo largo de treinta equipos y sólo dos descensos iban a trabajar más tranquilos, ¿no? ¿A cuántos se cargó, ya?
—A ver… Unos 17 en 22 fechas. No está mal. Vine por unas semanas y me tuve que quedar. No bien empezaron, tuve que limpiar a Mostaza Merlo de Colón. Una fecha y adiós. El caso Gallego también me dio pena. ¡Es que lo juntaba en las figuritas! Es triste.
—Sí, ni me hable. Bernardi, su reemplazante, debutó con Racing y el equipo parecía el Barcelona: fue 3-0 y con baile. Y después, fueron un desastre.
—A verrr… Bernardi Lucas. Sehp, está en la lista. Lo veo complicado con Central, que viene muy agrandado. No puede perder. Este va a ser un fin de semana de mucho trabajo. Tiene razón Martino: acá la organización es un espanto. ¿A quién se le ocurrió juntar todos los clásicos en una fecha?
—A Don Julio, que partió a la eternidad y nos dejó este caramelito. ¿A quién más tiene en la lista?
—Franco, Darío. Un apasionado que transpira más que sus propios jugadores durante el partido. No anduvo en Defensa y Justicia y lo tuve que visitar. Enseguida agarró Colón y ahí anda, en la cornisa. Encima hoy le toca Unión, que viene bárbaro con Madelón, y de local. Si no gana, lo veo difícil.
—¿Arruabarrena?
—Bueno, eso está en stand by. El mismo lo dijo: “Si a fin de año no salgo campeón, sé lo que tengo que hacer”. Encontrarse conmigo, por cierto. Aunque una catástrofe en el Monumental puede acelerar cualquier proceso. Usted me entiende, ¿no? Pero quizá ganen, o empaten, y todo se enfríe. No lo imagino entre mis prioridades.
—¿Qué le parece el caso Pellegrino?
—Bueno, trabaja bien, sabe. En Estudiantes estuvo mucho tiempo, pero no tiene ángel. Por alguna razón no le cae bien a la gente. Me dolió liquidarlo en La Plata. En Independiente arrancó muy bien, de pronto se mancó y ya lo miran de reojo, más allá del resultado de ayer. Como Gaby Milito, al que no le ha ido mal en Estudiantes pero igual lo sienten como a un sapo de otro pozo. A los dos les costará evitarme…
—¿Y Troglio?
—Ah, un héroe de la causa. No creo que una derrota lo condene. Yo lo banco. ¿No quiere que le tire la moneda, Asch? Vamos, elija, ¿cara o ceca?
—No insista con eso… ¿A Carusito lo vio?
—Todavía no. Pero consiguió el número de mi celular y me llamó para saber si aceptaba un canje para liquidar algunos árbitros que, desde que no está más Grondona, le cobran todo en contra a Arsenal. Pobre, lo agarró en el peor momento y está como loco.
—¿Y?
—Lo mandé a pasear. Yo cobro cash, en dólares, y él me quería arreglar con buzos, zapatillas, remeras y una multiprocesadora. Además, viendo cómo juega su equipo, pronto lo voy a tener que atender. El gordo hace su show, lloriquea, amaga con renunciar. Si hay arreglo, todo bien: me pone la frente solito, je.
—¿Con Martino todo bien?
—Mmm… Depende de quién gane en la AFA, cómo juegue el equipo, cómo se vayan adaptando a su esquema. Es frontal para declarar y eso crea rispideces. Por ahora no hay nada, pero algunos, por lo bajo, ya me pidieron presupuesto. Qué cínica es la gente, ¿no?
(Anton saca un pañuelo y se limpia el sudor de la frente. Sus manos parecen haber sido construidas a hachazos. Es imposible imaginar que un tipo así pueda sentir dolor).
—Uf… Me espera un fin de semana con mucho trabajo.
—Vamos, no me diga que sólo se dedicó a los técnicos. ¿En las PASO no hizo nada? ¿Campañas sucias? ¿Candidatos que, ¡puf! desaparecen de pronto? ¿El caso Niembro?
(Era Antón Chigurh y no Javier Bardem el que se quedó mirándome un rato a los ojos, incrédulo. Suspiró largamente antes de responderme).
—Qué ingenuo, Asch… Nadie necesita a un maldito asesino como yo en un ambiente repleto de traidores, entregadores, falsos y autodestructivos. Nah. Si fuese por esa gentuza, debería dedicarme a algo decente.
Le pregunté por Penélope Cruz, su mujer; por su piso nuevo con espectacular vista al Parque del Retiro, pero no había manera. Bardem no se iba del personaje. Me pidió un par de revistas, tomó un sorbo de lo que quedaba de mi cortado y engulló una medialuna. Y así, brutal, con la boca llena, deformando las palabras como un amordazado, se despidió:
—Emmezztozzdíaz teacogdarázz demí, yávedazz.
Seguro que sí, pensé mientras veía a esa mole bamboleante, con su tubo de gas, rumbo a la salida.
Recién entonces la vi. La moneda quedó sobre el escritorio, tan brillante. Tengo otras, me dijo.