Primero les tuvimos piedad, luego, el miedo nos llenó de desconfianza: los niños que a lo largo de estos años crecieron en la calle y ahora nos amenazan con una navaja. En tanto, las estadísticas los deshumanizan como cifras, el clientelismo político los acarrea como electores, el mercado los excluye como compradores, la policía los adiestra como adolescentes ladrones hasta que la furia de grupos de vecinos los patean y de manera descarnada desnudan las entrañas más profundas de una sociedad que no consigue salir de su estadio más primitivo. El que estemos debatiendo en torno a los linchamientos, demuestra que no superamos el “por algo será” con el que se legitimaban los secuestros y las desapariciones de tantos de nuestros compatriotas, actualizado ahora con “esa gente no merece vivir” en relación a los adolescentes ladrones. Sin que el Estado terrorista se haya reconvertido en un Estado democrático y como consecuencia nuestra convivencia no es civilizada, con respeto a la legalidad. Si a treinta años de la democratización, la demanda de más uniformados y más represión, se ven como solución, algo mal hicimos. Y la política vuelve a estar en la esquina de la penitencia.
A la par, los estudios sociológicos se multiplican para explicar las razones de la violencia y su relación con esa tríada explosiva de pobreza, corrupción policial y política, sobre la que asienta el negocio del crimen organizado, que está en la base de la violencia urbana. “No hay Estado”, repiten los vecinos asustados o los panelistas de los programas de la televisión. Sin embargo, con una cultura política que confunde Estado con Gobierno, hace del otro un adversario, no se trata de la ausencia del Estado sino de la falta del Estado de Derecho, el imperio de la ley y la consagración de lo que está escrito en la Constitución, los Derechos Humanos, como filosofía de vida. No de muerte. Ideologizada su intervención, lejos de tener un Estado ausente tenemos un Estado omnipresente para espiar, difamar, recaudar, meter miedo y negar lo que desde hace años se procesa ante nuestros ojos. La miseria creciente que desdice las cifras oficiales, el temor que modifica hábitos y la falsa lógica de “reprimir o “dejar hacer”, cuando de lo que se trata es contar con una autoridad democrática, respetuosa de las leyes y sus ciudadanos.
Desde finales de los 90, la Argentina que clama por seguridad me recuerda el Brasil del inicio de los 80 en el que viví y croniqué:
“Joilson de Jesús tenía 13 años. Fue linchado en la Praca da Se, en pleno centro de San Pablo donde los ladrones se mezclan entre miles de personas con mendigos, vendedores y predicadores. Corría 1983 y Joilson murió por las patadas de un juez.
El arzobispo Arns rezó una misa por el adolescente y se puso en contra a toda la clase media por convertir “en héroe a un ladrón”. El juez, que ni siquiera fue procesado, ganó enardecidos defensores. El país había iniciado su proceso democratizador y los mismos que criticaban a la dictadura militar exigían mano dura para los ladrones. La policía actuaba según sus propias leyes, los candidatos más votados eran los que gritaban más fuerte a favor de la pena de muerte. Las puertas se llenaban de cerrojos y custodios privados protegían los edificios. Pero la criminalidad no disminuyó”. (publicado en el suplemento Zona de Clarín, 2000).
Como ahora en la Argentina, la mayoría de los brasileños que pidió mano dura para los ladrones, luego descubrió horrorizada que habían creado un monstruo, los Escuadrones de la Muerte pasaron a matar a los niños de la calle antes de que se tornaran ladrones. Una solución final con la pobreza que tuvo en Río de Janeiro su peor cara. El asesinato de un grupo de niños de la calle que dormía en las escaleras de la iglesia de La Candelaria, en pleno centro de Río de Janeiro, fue un escándalo nacional. La indignación se extendió a lo largo del país, la poderosa televisión Globo que tenía sus telediarios dominados por los crímenes y los atracos, pasó a utilizar la cámara oculta para mostrar la violencia policial. Y el espíritu colectivo cambió porque la mayoría comprendió que el marginalismo de millones de personas termina por atacar a la misma sociedad que los margina. Brasil no erradicó la violencia de sus ciudades, pero hoy los movimientos ciudadanos son más fuertes que los “lobbys” de las armas y la seguridad privada. Comprendieron que el drama de la violencia urbana es muy grave y complejo como para dejarlo en manos sólo de los uniformados o de los civiles que no usan chaquetas, pero llevan un arma en la cabeza.
Intelectuales y artistas, como pacifistas de una guerra civil encubierta, trabajan por la paz y han exigido de sus gobernantes auténticas políticas de ciudadanía que consagran los derechos a la educación y a la salud. No tan sólo frases de “inclusión” que hacen asistencialismo que rima con clientelismo. La invocación de la pobreza no da inmunidad. De nada sirve que sigamos buscando justificaciones a los linchamientos, incapaces de reconocer que todos tenemos parte de responsabilidad si no estamos dispuestos a mirar de frente, sin mentiras ni especulaciones electorales, lo que nos dejó la “decada ganada”, un país que eligió los estadios llenos, pero las aulas vacías, que consume, pero no produce, que dilapida porque la inflación le impide ahorrar, pero sobre todo, fiel a su etimología, la corrupción que corroe con la mentira, rompió al Estado de Derecho que lejos de estar al servicio de la ciudadanía, se ha convertido en el botín de un gobierno. Los Derechos Humanos se usan como bandera sectaria. No como sustento político de la igualdad.
Para contraponer al grito del “mata al ladrón”, hoy, más que nunca, debemos desarmar nuestros espíritus, encarar la pobreza como una tragedia nacional para que la infancia amenazada deje de ser una amenaza. Y exigir que las fuerzas de seguridad sean respetadas porque respetan. No temidas porque forman parte de la mafia. En el debate, ya debiéramos preguntarnos por qué Holanda y Suecia son los dos países que ven disminuida su población carcelaria, en cuanto a Estados Unidos, las cárceles siguen llenas. Tal vez, lleguemos a la conclusión de que en un país herido como el nuestro, en el que el poder político “lincha” simbólicamente todo lo que se opone, pero sigue lanzando a la plaza pública reclamos de Justicia, es cuando más debemos expresar el apego a los Derechos Humanos, esa bella utopía que nació como consecuencia de los horrores del nazismo, que no son otra cosa que abrir nuestros corazones a los otros, a los que sufren por miedo o desamparo, por exclusión o discriminación. No sirve peregrinar para ver al Papa y no saber que si cerramos las puertas al otro, le abrimos las ventanas al odio. Los argentinos ya debiéramos haber aprendido que las crisis económicas se resuelven con años, la violencia, en cambio, se come generaciones.
*Senadora de la Nación.