Me crucé con Cecilia Absatz una sola vez, hace veinticinco años. La reencontré en modo virtual cuando descubrí que tiene un newsletter llamado Viejo Smoking que llega cada semana. Absatz es elegante y no le importan las opiniones ajenas sino solo la suya propia. Puede decir, por ejemplo, que no puede soportar El Quijote, que nunca logró terminarlo. A mí me pasa lo mismo, pero nunca me había animado a decirlo. Tampoco es que coincida con cada cosa que dice. De hecho, siento a veces el deseo de estrangularla, pero Viejo Smoking es una lectura estimulante cuando uno está de acuerdo y más cuando uno no lo está.
Absatz es adicta a los policiales y esta semana descubrí gracias al viejo smoking que se había estrenado una nueva serie llamada El abogado del Lincoln, basada en una las novelas de Michael Connelly. Connelly es el creador del detective Harry Bosch, protagonista de más de veinte novelas y también de una serie llamada Bosch, que tuvo siete temporadas y una secuela que ya lleva dos. Leí varias de las novelas, muy adictivas, hasta que me cansé. Después vi la serie, bastante adictiva, y también me cansé. La serie tenía un punto de atracción notable, que retomaba un elemento de las novelas: la locación de la casa del protagonista, que tiene una vista insuperable. El estreno de la nueva serie me permitió descubrir que había otra colección de novelas de Connelly, esta vez dedicadas al abogado penalista Mickey Haller, que también transcurren en Los Ángeles, una ciudad extraordinariamente fotogénica. Por eso, en los primeros minutos, cuando Haller contrata a una chofer para su Ford Lincoln y descubrí que el título tenía que ver con su costumbre de usar el coche como oficina ambulante, me preparé para disfrutar de los viajes por la ciudad. Pero no, porque al parecer las series necesitan que siempre se hable y los planos sean cortos.
La serie me llevó a leer dos novelas de Haller, El inocente (la primera) y La ley de la inocencia (la sexta). El abogado del Lincoln está basada en la segunda, El veredicto, aunque le adjunta partes de las otras.
El tema y el personaje son interesantes: un picapleitos que se dedica a sacar delincuentes de la cárcel (acá lo suyo se llamaría “mate y venga”), aunque su cinismo está condicionado por dos pesadillas morales: una es que le toque defender a un inocente, cuya condena pesará sobre su conciencia; la otra es no reconocer al Mal, una categoría que va más allá de los actos criminales. Las novelas son largas, intensas y la destreza narrativa de Connelly le permite al lector internarse en los vericuetos de un sistema legal en el que el poder del Estado aplasta a sus víctimas y los abogados no tienen más que trampas y mentiras para atenuar la desventaja de sus clientes. Es triste que Connelly vuelva abstemio a Haller y un detalle gratuito que al inocente condenado lo haga morir del sida que contrajo en la cárcel. La serie, más light, más aireada y más esnob que las novelas, evita este toque macabro. A último momento descubrí que también hay una película llamada El abogado del Lincoln, en la que Matthew McConaughey hace un buen Haller, pero se limita a reproducir sin mucha gracia El inocente. La cuestión es que Asbatz me sumergió en el mundo Haller y me pregunto si la lectura de policiales es equivalente al alcoholismo.