Las cosas no suceden solas. Quiero decir aisladas. Si eso pasa, la razón se de-sespera y hace lo único que sabe hacer: yuxtaponerlas, acercarlas, buscar las reglas generales detrás de la inocencia espantosa y particular de la catástrofe: su contemplación produce regodeo.
Cuanto más aislados estén los acontecimientos de la realidad que logran juntarse mágicamente en la cabeza, mayor es el efecto de atracción-repulsión. Un pulpo elige su alimento de una caja con una bandera; un equipo de fútbol a miles de kilómetros gana o pierde un partido. Un dios literario crea a la mujer a partir de la costilla de Adán; millones de mujeres en el mundo viven la opresión de género y lleva milenios revertirla. En cada caso la relación entre ambos acontecimientos es supersticiosa. Pero la relación causa-superstición-efecto ha regido políticamente el mundo tanto o más firmemente, que su doppelgänger cercano y opuesto: el procedimiento científico.
Unos amigos eslovacos me preguntan por qué se festeja en la Argentina cuando Brasil pierde. No sé, les digo. Supongo que los brasileños se presentan como los mejores del mundo. Entonces su derrota, percibida como catástrofe, constituye un deleite.
En Alemania es popular un experimento poco ortodoxo: alimentan a un pulpo (Paul) con dos cajas de acrílico, ponen en cada caja las banderas de Alemania y de su eventual contrincante, y luego consideran la elección alimenticia del pulpo como un oráculo. Paul viene acertando todos los triunfos. Incluso el fracaso ante Serbia. Ahora predijo que España les ganaría. Y sucedió. Yo hubiera preferido ver ganar a Alemania, al menos para desarticular la relación pulpo-resultado, porque –lo confieso– la superstición me repugna. Las personas supersticiosas no me han hecho nada malo. Ni yo a ellas, creo. ¿O sí? Realmente esperaba que ese molusco horroroso acabara la farsa. Ahora parece que el pulpo inteligente tiene razón y yo no. Es una derrota para los que amamos la relación causa-efecto que ocurre en las ciencias, tanto como la obturación de la misma, que se da en las ficciones.
En Santa Rosa de Lima, Santa Fe, en la pared de una agencia de quiniela (nada casual) un perro callejero orinó y “apareció estampada la imagen de Jesucristo”. La altura de la imagen es lo que hace presumir que fue el pichín del can. Los vecinos agradecen el hecho, y confían en que es un signo de cosas venideras. Este perrito “tuvo la buena voluntad de orinar un Jesús”, dice uno con voz quebrada, acá, en esta ciudad donde, ya lo ven, no todo lo que pasa es malo. No vale la pena discutir el remoto parecido entre el meo y esa eventual fotografía del Jesús (que una vecina cita como prueba). Es una mezcla entre el (ya demostrado) falso Santo Sudario y la iconología canchera que pinta a Jesús como un pelilargo cool y buena onda. Las cosas ocurren por separado. Y el que quiere ver, ve.
Pulpos, meos caninos, pasquines: el aburrimiento que yace en la causalidad hace que la superstición elija cada vez formas y colores más vistosos.
Es –lamentablemente– el mismo recurso político que persiguió a Galileo. Y a otros tantos.