No. Aunque es sin duda el momento oportuno, no voy a hablar de los señores y señoritas que exhiben sus cuerpos en las playas y de cómo los medios los muestran. Nada que ver. Bueno, sí, estoy en el mar y hay cuerpos feos y cuerpos bellos como en cualquier playa del mundo. El rumor de las olas las 24 horas tiene algo de un himno permanente al placer corporal. Pero es un pueblo de pescadores en el nordeste de Brasil, no está de moda y prácticamente no hay turistas. Estoy rodeado, por decirlo así, de cuerpos naturales y no de cuerpos producidos para salir en las revistas. A riesgo de decepcionar al lector, en mi columna de esta semana, los cuerpos tienen que ver con la lectura, pero justamente porque los medios tienen mucho que ver con el cuerpo.
Acabo de releer El perro de terracota, de uno de mis autores favoritos, Andrea Camilleri. A unos diez años de mi primera lectura (de la traducción al francés –la edición italiana es de 1996–) me sorprendió el carácter anómalo que tiene hoy la secuencia final, donde el comisario Montalbano, a la espera de un llamado que, en caso de producirse, marcará el clímax de toda la intriga, se encierra en su casa: da vueltas alrededor del teléfono, pide una prolongación del cable para poder llevárselo al baño, controla obsesivamente la tonalidad, no baja a la playa (su casa está al borde del mar) temiendo no escuchar la llamada. Claro, hace quince años el celular no estaba instalado en la cotidianeidad como lo está hoy y hasta un comisario dependía del teléfono fijo. Pero lo esencial es la intuición de Camilleri acerca de la relación entre el cuerpo y los dispositivos de la comunicación (en este caso, el teléfono); en esa espera, que dura varios días, el cuerpo de Montalbano se modifica profundamente: deja de comer, de afeitarse, de ducharse, hasta el punto de aterrorizar a Adelina, la señora que se ocupa de su casa y que siempre le deja preparados en la heladera exquisitos platos sicilianos. Desde hace algunos años, numerosas investigaciones (los japoneses se han interesado particularmente en el tema) muestran hasta qué punto el celular ha transformado la imagen que tenemos de nuestro cuerpo.
En simultáneo (el paralelismo es puramente casual, aunque en vacaciones todo es posible) lectura de la magnífica investigación de Megan Hale Williams The monk and the book –El monje y el libro (2006)–, que forma parte de la tarea que me impongo para terminar un trabajo sobre la historia de los medios. Megan Williams analiza la vida y la obra de San Jerónimo, momento crucial del surgimiento de lo que yo llamo los cuerpos densos de la textualidad: los códices, es decir, los libros que a lo largo de la antigüedad tardía van a terminar reemplazando al rollo como soporte de la escritura. Emerge un nuevo dispositivo de comunicación, un nuevo cuerpo, el libro, que atesora la sabiduría humana (particularmente la bíblica) y que desafía al que hasta entonces era el depositario material de ese saber: el cuerpo del Maestro, trabajado por las reglas de la disciplina, gestual y vocal, de la oratoria heredada de la tradición greco-romana. Me parece claro (aunque Megan Williams no lo expresa de esta manera) que el cuerpo denso del dispositivo libro pone en crisis al cuerpo del sabio, y la cuestión histórica va a ser cómo esos dos cuerpos negocian para coexistir en torno a la verdad del cristianismo. En el cristianismo primitivo la cuestión de los libros y las bibliotecas empezó con Orígenes (el gran maestro de Jerónimo). Conviene recordar que Orígenes se castró a sí mismo como condición para cumplir su misión en este mundo (afortunadamente, Montalbano nunca ha llegado a esos extremos, para tranquilidad de su novia Livia). Y Megan Williams muestra bien cómo la vida de Jerónimo y su relación con los textos sagrados puede comprenderse como una permanente tensión entre el cuerpo ascético del monje y el cuerpo sofisticado del sabio, representados en los dos magníficos grabados de Durero, que Megan Williams reproduce en su libro. Es así como el surgimiento del dispositivo libro provoca, en el momento de la difusión del cristianismo, una fuerte tensión entre dos imágenes del cuerpo. Leer es como comer un manjar exquisito (la comparación es del propio Jerónimo).
Estamos al borde de la metáfora sexual. Se supone que un monje no debe permitirse ese tipo de placeres.
Bueno. Se puede leer en la playa mirando las chicas que pasan, ¿no?
*Profesor plenario Universidad de San Andrés.