Al rating se le cree siempre o no se le cree nunca. Entiéndase por rating a nosotros mismos. Léase por nosotros mismos a un universo de personas que generan presuntos indicadores de audiencia a las que, sin embargo, en su gran mayoría, el rating les importa un bledo. Circunstancia lógica por dos razones principales: por un lado, salvo aquellos cuyos cargos e ingresos fluctúan según el rating les sonría o les haga burla, el resto de los mortales tenemos millones de cosas que hacer antes de morir que atender al rating; por el otro, se trata de un sistema a cuya comprensión deberíamos dedicarle un tiempo que solemos ocupar en asuntos mucho más trascendentes como ir de pesca, jugar a la Play o ver despegar aviones en Aeroparque.
De todos modos, no hay dudas de que es un indicador esencial para los medios audiovisuales, al que tanto los mismos medios como los anunciantes o los cableoperadores que adquieren las señales les dan entidad de palabra santa. Después discutiremos cómo funciona ese asunto que te cuenta que ciento cincuenta mil personas sabían que a los 32 minutos del segundo tiempo se anotaría el gol decisivo del Clásico y, de tal modo, constituyeron cual movimiento masivo de pitonisos el pico de rating de la emisión. Mientras tanto, ese rating será sagrado. Y único. Tanto como que desde hace rato hay una sola empresa que abastece las mediciones aceptadas por el mercado.
La referencia inicial no es ni antojadiza ni obvia. Desde que la tele es tele, los ganadores suelen buscar pocas razones serias para explicar un éxito, en tanto llenan de argumentos sesudos el casillero de la justificación de un fracaso. Alguna vez me tocó conducir un programa deportivo los domingos por la tarde por Telefe. La única vez que los números fueron aceptables fue cuando se desdobló en dos emisiones una entrevista con Maradona, en tiempos en los que no era fácil acceder a Diego. Fue en 1992, apenas vuelto de Italia y en plena primera suspensión por doping.
Antes y después la culpa de los números fueron del día soleado que dejó poca gente en casa, del feriado largo que favoreció el turismo o del Boca-River que se jugó a la misma hora justo ese domingo en el que, como llovía, soñaba con que hasta Bruno Gelber se pusiera a ver deportes por televisión. Lo que nunca nadie se animó a insinuar dentro del equipo de laburo fue la posibilidad de que el programa, sencillamente, fuese malo.
En esto de que ganar te convierte en fenómeno –y no hace falta explicarlo– y que perder permite que hasta el más nabo hable sobre tus miserias es algo naturalmente aplicable al fútbol. Y esta semana en particular, a Ramón Díaz. Hasta la contundente derrota del miércoles ante Lanús, el riojano seguía siendo el alquimista capaz de ganar cientos de partidos sin que nadie fuese capaz de explicar por qué, el número puesto adorado por la hinchada a la que había que cumplirle los deseos como al hijo único en Navidad, el único riverplatense que no descendió.
Hoy, todo lo que hace Ramón empieza a, por lo menos, ponerse en duda. El presente, parte del pasado y, fundamentalmente, el futuro.
Por cierto, no son pocas las cosas que, desde este mismo espacio, se cuestionaron del Modelo Ramón 2012/2013. Fundamentalmente, su obstinación en pedir cosas y gente cuyos costos afectan directamente el patrimonio de un club al cual, lejos de sobrarle, le falta mucho dinero. Por ejemplo, el pago de 20 mil pesos diarios por una concentración en un complejo privado disponiendo River de la histórica hotelería en el Monumental hecha a nuevo. Por ejemplo, la búsqueda exasperante de futbolistas que, finalmente, le dieron al equipo mucho menos resultado que los chicos salidos de las inferiores. Por ejemplo, el armado de un plantel con treinta profesionales que, sin embargo, no le abastecen al entrenador de dos jugadores de nivel similar –mínimo– por puesto. Por ejemplo, haber anunciado que no tendría en cuenta a futbolistas a los que el club podría haber negociado de mejor modo si el entrenador no se hubiese encargado de dejar en claro que eran poco menos que piezas de descarte. A la cabeza de la nómina figura David Trezeguet, a quien considero que River terminó destratando aun más que a los mentados Cavenaghi y Domínguez, sobre cuya raíz de conflicto tengo entendido que la dirigencia del club fue clara y convincente cuando Ramón y Emiliano preguntaron por ellos hace un par de meses. Sin embargo, no da igual haber hablado de esto cuando River perdía poco y aún soñaba con la Sudamericana.
Hoy es tarde y berreta entrarle tan duro desde los medios, si hace un mes no te animaste a preguntarte cuánto mejor equipo era el River ganador o empatador que el River perdedor. Francamente, en todo este período lo único que advertí de diferente entre uno y otro fueron las caras de los futbolistas después de los partidos y las declaraciones del entrenador ante los medios. Para ser concretos, el River que perdió ante Lanús no fue sustancialmente peor que el River que eliminó a San Lorenzo o el que perdió con Boca. Sin embargo, es poco popular cuestionar los modos cuando el resultado legitima. En todo caso, se trata de una conducta inevitable y hasta necesaria en los hinchas; en los hombres de prensa es sencillamente patética.
Supongo que amaneceremos con titulares que insistirán en que uno de los asuntos es Emiliano Díaz en su rol de ayudante. Sin conocer al hijo de Ramón y simplemente guiándome por referencias de gente de confianza que merodea el plantel, me animo a decir que es injusto cuestionarlo de tal modo. No tengo dudas de que Ramón tiene parte de la responsabilidad cuando sale a hablar públicamente del asunto. No es menor el karma histórico de Díaz con su cuerpo técnico. Alguna vez los que hoy cuestionan a su hijo aseguraban que los equipos exitosos no los armaba él sino Francescoli, Omar Labruna o Rambert, según el momento. De todos modos, es pequeño echarle a Emiliano la culpa de lo que le pasa a River.
En todo caso, siempre se trata de buscarle explicaciones a lo lineal. Como con el asunto del rating. River juega mal y quizás no tenga más remedio que jugar así con el equipo que le gusta armar a su entrenador. Un técnico que no se convirtió en omnipotente y todopoderoso hace una semana, sino que así se le permite ser desde mediados de los 90. Cuando la Libertadores se ganaba de la mano de gente como Burgos, Celso Ayala, Sorín, Astrada, Almeyda, Ortega, Francescoli o Crespo y hasta se guardaba en el banco al Muñeco Gallardo. ¿Alguien cree que sería futbolísticamente sano –y serio– que este equipo de hoy brillara como aquel por el solo hecho de tener un entrenador célebre en el banco? Un entrenador al que en Núñez le han puesto el sayo del ganador que no ha sido en otro lado –salvo en San Lorenzo, claro– y que, por cierto, ha armado equipos creativos y utilitarios por igual.
Ramón no fue sólo bueno cuando ganó ni es sólo malo ahora que le tocó la mala, también, con River. Es un notable hombre de fútbol al cual le vendrá muy bien dejar de lado ya asuntos como los albures, la intensidad y los clamores de grandeza y dedicarse a armar un equipo que gire alrededor de una linda idea. Empezar a preguntarse por qué las cosas salen bien, que es la mejor forma de tener soluciones cuando salen mal. Como en el rating. Y que no sea la realidad la única capaz de ponerle un límite. Como en el rating.